lunes, 20 de junio de 2011

¿Para qué filosofar?



Carlos Blanco


En un mundo asediado por la omnipresencia de una utilidad entronizada en el encumbrado olimpo de los cánones que han de regir nuestras vidas, así como de una técnica investida de virtualidades cuasi deíficas, que simulan insuflarle un hálito profético, capaz de resolver los problemas que nos interpelan, todo ello sutilmente mezclado con la persistencia de una perspectiva, aquejada del severo mal del cortoplacismo, que sólo presta atención a aquello que puede reportar réditos inmediatos, es indudable que las humanidades, y la filosofía como epítome del espíritu que define estas disciplinas del saber humano, se hallan en un estado de permanente cuestionamiento. Estudiar filosofía y, más aún, cultivarla, se les antojará a muchos poco más que un lujo insostenible, un divertimiento ocioso que quizás contribuya al acervo de nuestra erudición, pero no nos obsequia con un provecho “real” que podamos usufructuar. Al contrario que las ciencias, inextricablemente ligadas a la tecnología como la confirmación más sólida de su innegable valor para el florecimiento y la mejora de la vida humana, la filosofía no deja de ser un mero discurrir sobre problemas inveterados que jamás alcanzan una solución, un simple ejercicio mental que sólo las sociedades opulentas pueden permitirse, al haber superado los rígidos umbrales de la subsistencia, y sobre cuya legitimidad, máxime en época de crisis económica como la que amargamente nos aflige ahora, se cierne una fantasmagórica sombra incluso en el seno de los países ricos.

No puedo compartir las dos premisas que acabo de exponer: la suposición de que la filosofía es una vacua cavilación intelectual sin interés práctico, y la idea de que sólo las sociedades avanzadas se encuentran facultadas para dotar de recursos suficientes a quienes desean consagrar sus vidas al estudio de la filosofía.

Ser humano es ser ya, de alguna manera, filósofo. En el “de alguna manera” reside, sin embargo, la clave más importante de la cuestión que abordamos. Vivir humanamente nunca es ajeno a desarrollar una determinada concepción del mundo, también la que profesa una fe devota en el brío incombustible de la feliz combinación de ciencia y técnica para suscitar progresos de versátil índole en la historia. La tarea que acomete la filosofía es, de hecho, la de considerar críticamente las distintas visiones del orbe que emergen en los diferentes momentos de la historia y en las profusas civilizaciones que sazonan la extraordinaria variedad creativa de nuestro género. La filosofía, por tanto, mira en retrospectiva al pasado, auxiliada por los datos que le proporcionan las demás ramas del conocimiento, y se afana en elaborar una perspectiva crítica que revele, con el máximo rigor, la riqueza latente en las múltiples esferas de la vida humana a lo largo de los siglos. Este aspecto responde, por así decirlo, a la dimensión de “pasado” que vertebra el quehacer filosófico. Subsiste, en cualquier caso, una orientación de “futuro”, aquélla en la que la filosofía no se limita, abnegadamente, a interpretar sin más lo que la humanidad ha pensado desde antaño, adoptando ópticas más o menos acertadas y exhibiendo un mayor o menor poder de persuasión, sino que se lanza, impávida o temeraria, a forjar ella misma una reflexión para un tiempo todavía inexistente, el porvenir. La filosofía nunca puede contentarse con contemplar nostálgicamente los tiempos pretéritos, comentando hasta la saciedad lo dicho y escrito por las grandes mentes de edades ya desvanecidas, sino que, por su propia naturaleza, le es inevitable proyectarse hacia adelante, con intrepidez, para proponer una visión que enjuicie el presente, la cual, inexorablemente, llevará implícita una cierta percepción de cómo puede o ha de ser un futuro aún ausente.

Abdicaríamos de nuestra condición humana si desistiéramos de interpretar el universo y la historia. La subjetividad inherente a todo acto interpretativo, ya sea a título individual o colectivo (la perentoriedad de los marcos culturales) no es óbice para desacreditar la labor filosófica. También el arte es subjetivo, pese a exaltar, de modo próvido e insoslayable, nuestras vidas. Lo subjetivo es indispensable para configurar una existencia auténticamente humana, que no sucumba ante el avasallador influjo del anhelo irreprimible de objetividad que alienta las ciencias empíricas y la tecnología. Siendo sujetos, ser “subjetivos” no es sino una manifestación preclara de nuestra más profunda y diáfana humanidad. El exuberante cúmulo de interpretaciones filosóficas es, entonces, un signo privilegiado y tonificador de la superabundancia sugerente que dimana de la empresa humana, una vívida prueba de todo el potencial creador que nos es dado atesorar. La filosofía, en este sentido, colinda jubilosamente con el arte, y con otras expresiones del genio humano, pues instaura mundos que no existían y metamorfosea continuamente los orbes ya comparecientes. En la adopción de esta doble actitud, que vincula la filosofía tanto al pasado como a un presente ineluctablemente encaminado hacia un futuro siempre nebuloso y desmedido, pero venidero, al fin y al cabo, estriba el alma del trabajo filosófico. Filosofar es, por ende, un derecho humano fundamental, hondamente enraizado en nuestras más evocadoras apetencias.

A la vida propiamente humana, emancipada de las insobornables constricciones que impone la naturaleza, aunque perteneciente también al cosmos físico (carácter éste del que nunca logra despojarse), le es consustancial la formulación de interpretaciones, efímeras o perdurables, de cuanto le circunda. En esto consiste la filosofía: en interpretar lo que nos rodea, enalteciendo estas mutables apreciaciones del cosmos con el mayor número posible de ángulos, inspirados en las ciencias naturales, en las sociales o en las disciplinas humanísticas, conjugando procedimientos intuitivos, inductivos o deductivos, y compaginando la observación con la creación intelectual en su más genuina acepción. De todos estos elementos puede nutrirse la filosofía, la cual, lejos de estar infaustamente restringida a los que gozan de bienestar económico, se alza, más bien, como un instrumento proficuo e inconmensurable para gestar el añorado avance en todos los campos de la vida humana. Para progresar es preciso juzgar críticamente el presente y alumbrar una noción, aun vaga, de futuro, tentativa en la que la filosofía puede procurarnos una ayuda preciosa e inestimable.

Vía: periodistadigital.com

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