John Weightman
Solía ser un dicho: Ce qui n’est pas clair n’est pas français[1], y por lo general era cierto, al menos en lo concerniente a la prosa literaria y la escritura académica. Algunos textos podían requerir muchísima atención, pero era raro que un pensador francés se permitiera faltas de lógica o penumbras en la presentación de sus ideas; el lector no acostumbraba a tener que preguntarse qué eran esas ideas, tan sólo si, después de haberlas entendido, podía estar o no de acuerdo.
Esta tradición continuó, digamos, hasta la época de Sartre y Camus, quienes pueden a veces resultar difíciles, pero que nunca fueron deliberadamente arcanos. En cualquier caso, los más destacados maîtres à penser de las siguientes dos o tres décadas ─Roland Barthes, Jacques Lacan, Michel Foucault y Jacques Derrida─ generaron un cambio en el ambiente que rápidamente alcanzó a sus numerosos discípulos. En algunos campos especulativos, la tradicional claridad francesa desapareció para ser reemplazada, en diversos grados, por la oblicuidad, el preciosismo y el hermetismo, como si éstos fueran, por definición, modos de operar más válidos que lo lúcida y racionalmente establecido. Ahora hay señales de que, después de más o menos un cuarto de siglo de obnubilación, el fenómeno ya ha tocado techo, pero lo cierto es que, hasta muy recientemente, era posible decir: Ce qui n’est pas un peu obscur n’est plus vraiment parisien[2].
No es mi propósito averiguar aquí las posibles razones de este brote de distinguida y secular glosolalia. Las modas, de la ropa o de las actitudes intelectuales, son notoriamente difíciles de explicar, y aunque ésta muestra obvios vestigios de una combinación de influencias del pensamiento alemán (en particular de la retórica filosófica de Nietzsche), de las doctrinas poéticas de Mallarmé, del culto del surrealismo a lo ilógico y de la promoción freudiana del inconsciente, no estoy seguro de cómo estos varios elementos, u otras contribuciones a la causa, se unieron para crear tendencia. Simplemente querría señalar los problemas que le han surgido a un veterano francófilo comentando uno de los típicos libros del periodo sobre el que tanto he trabajado durante algún tiempo, sin lograr muchos avances.
Este libro es Las palabras y las cosas del último Michel Foucault, un escritor que ha adquirido una reputación considerable en Francia y el extranjero. Un hombre de gran energía mental y fluidez verbal, que abordó un amplio rango de asuntos sociológicos, desde el tratamiento de la locura hasta la distribución del poder en la sociedad, a la vez que participaba activamente de ciertas causas progresistas. Las palabras y las cosas, que apareció en 1966, es generalmente citado como su obra maestra, y arrojó dos o tres términos claves que han seguido vigentes desde entonces. He leído otros libros de Foucault, en la medida en que he sido capaz de hacerlo, pero prefiero concentrarme en éste, ya que sigue siendo un texto esencial y aún sigue de moda. Soy consciente, por supuesto, de que mi dificultad para entenderlo pueda partir de mi propia ineptitud, pero, en ese caso, el lector lo notará enseguida y ningún daño se habrá cometido. El pretexto para exponer mis perplejidades es la gran sospecha de que aquí estamos tratando con una perniciosa forma de escritura, de un tipo radicalmente distinto al discurso académico normal, a pesar de ser la obra de un catedrático que acabó teniendo su asiento en el Collège de France.
Desde el principio, Las palabras y las cosas no es un libro fácil de enfocar, porque Foucault, en lugar de anunciar con claridad sus intenciones, se aproxima tímidamente a su argumento mediante alusiones refinadas y bastante extrañas a Jorge Luis Borges, los surrealistas y Raymond Roussel (un escritor marginal, a quien Foucault ensalza ─sin explicación en este contexto─ al estatus magistral). Sin embargo, se sabe a su debido tiempo que trata de encarar el venerable problema del lenguaje y la percepción, tal como implica el título.
Nos permite partir de la premisa de que este mundo no tiene forma, hasta que el hombre lo divide en categorías de objetos y de relaciones mediante el significado del lenguaje. ¿Va Foucault a desarrollar la visión kantiana de que el hombre, por necesidad, percibe el mundo de acuerdo a las posibilidades de sus órganos sensoriales, que determinan los límites de sus percepciones y por tanto de su discurso (un punto de vista que, a propósito, ha sido prefigurado en el lado francés por Montesquieu, cuando dijo, con el típico ingenio francés dieciochesco: “Si los triángulos hicieran un dios, lo idearían con tres lados”)? ¿O el principio whorfiano de que los diferentes tipos de lenguaje ─por ejemplo, el indio americano y el europeo─ plasman comprensiones de la realidad radicalmente distintas? ¿O la hipótesis chomskiana de que, más allá de la variedad superficial de lenguajes, existen estructuras profundas de validez universal? Da la casualidad de que ninguna de estas cosas le interesa; su preocupación es la forma en que el lenguaje y la percepción han sido desplazados históricamente en Francia, y más generalmente en Europa, durante los últimos quinientos años.
Entonces debemos suponer que estamos en terreno familiar. Con el paso del tiempo, cualquier cultura recristaliza en varias formas: la época de Luis XIV fue muy diferente de la Tercera República, la Inglaterra victoriana se aleja bastante de los Swinging Sixties, y las peculiaridades cualesquiera que marcan claramente los periodos históricos son consagradas en la expresión lingüística en que han evolucionado. En cambio, la tesis de Foucault es mucho más radical y original que eso. Él declara dogmáticamente hacia el final de su prefacio que más allá de la cultura superficial y el lenguaje patente de cada periodo hay un modo de percepción oculto que los rige. Es un ordre muet, una orden silenciosa, o une grille seconde, una segunda red, a la que da el nombre de épistémè, o campo epistemológico. Esta es la base, le socle positif, o fundación positiva, con que todas las múltiples manifestaciones externas están relacionadas.
Aunque parezca curioso, no ofrece explicación alguna de la manera en que estas epistemes toman forma, ni las razones de su modificación. Además, sólo propone tres, o quizá cuatro de ellas, para los últimos cinco siglos: la del Renacimiento, la de l’âge classique (un periodo que parece alargarse desde mediados del siglo XVII hasta finales del siglo XVIII, o comienzos del XIX), y la de la «modernidad», aunque a veces insinúa que ya hemos superado ese estadio hacia la posmodernidad. El descubrimiento y la investigación de estas epistemes no pertenecen a la «historia de las ideas», porque esa disciplina sólo aborda opiniones o conceptos abiertamente articulados. Foucault considera que la denominación más apropiada para su actividad es «arqueología»; de ahí el subtítulo del libro: una arqueología de las ciencias humanas. Foucault se propone enseñar cómo las ciencias humanas han sido condicionadas en su evolución por el cambio de las epistemes que gobiernan las relaciones entre el lenguaje y las cosas.
Un problema inicial, desde el punto de vista anglosajón, es que él nunca estableció específicamente qué asuntos quedaban bajo el encabezado ciencias humanas. En inglés normalmente distinguimos entre la ciencia propiamente dicha y esas disciplinas a veces abusivamente llamadas «ciencias sociales», como la historia, la política, la psicología, etc., mediante las que el hombre intenta definir su propio funcionamiento mental y social. Estas disciplinas no son científicas, o científicas sólo en ciertos aspectos. Foucault parece no tener tan clara la diferencia y, como veremos después, mezcla tres disciplinas dispares ─lingüística, biología y economía─ con las consiguientes confusiones.
El libro de Foucault es pues, esencialmente, una revaloración de los cambios intelectuales que se dieron en Francia ─y posiblemente en Europa, aunque el punto hasta el cual él cree que las epistemes eran europeas continúa siendo de una tentadora vaguedad─ entre el Renacimiento y los tiempos modernos. Este es un tema trillado, sobre el que hay una visión general heredada, desconectada de cualquier teorización sobre las epistemes. Si obviamos por un momento la maraña de opiniones en conflicto sobre cuestiones particulares, esa visión queda más o menos como sigue.
La investigación científica y la libertad de pensamiento, las cuales no fueron más que un embrión durante la Edad Media, se desarrollaron a ráfagas en la Europa de después del Renacimiento y durante la Reforma. En cambio, en Francia, en el siglo XVII, el duro ambiente de la Contrarreforma se consolidó bajo la monarquía absoluta de Luis XIV como supuesta medida drástica ante toda opinión religiosa disidente o no religiosa. El pensamiento libre, que entonces llamaron le libertinage, pasó a la clandestinidad. Pero se produjo una interesante paradoja sobre le grand siècle, como ha dado en llamarse la época de Luis XIV, y fue que se hizo una gran literatura en un clima de represión intelectual, lo que demuestra que el arte puede florecer bajo la restricción, o al menos bajo ciertos tipos de ella.
La doctrina oficial del siglo XVII fue el catolicismo ortodoxo (galicanismo en contraposición a ultramontanismo). Aún era una época anticientífica y providencialista, así como estática y no evolutiva. El cambio histórico se vio, según sucedía, en la actuación de la voluntad de Dios, inescrutable y manifiesta; el Rey reinaba por derecho divino y era el padre de su pueblo como Dios lo era de la Creación. El afán de saber fue denunciado como la libido scienci, la tentación satánica, y el mundo fue considerado como una continua preparación para el siguiente. En este marco se dieron, naturalmente, desarrollos técnicos menores y cambios sociales significativos, en buena parte inadvertidos, pero que no modificaron de forma apreciable el patrón general.
El gran drama intelectual de las dos o tres generaciones que duró el declive de Luis XIV, y de las que siguieron a su muerte, fue la aparición del pensamiento libre a plena luz del día ─el Siglo de las Luces, de hecho. La religión ortodoxa y la aceptación fundamentalista de la Biblia se cuestionaron; las instituciones sociales se criticaron por ser arreglos provisionales y quizá defectuosos; la Historia se ideó como un intento de entender el funcionamiento de las relaciones humanas a su propio nivel, ya que la voluntad de Dios era demasiado difícil de interpretar; la ciencia progresó rápidamente y comenzaron a bosquejarse las primeras aproximaciones a la teoría de la evolución. En poco tiempo, durante las coincidencias en vida de Montesquieu, Voltaire, Diderot y Rousseau ─por mencionar sólo a los pensadores más famosos, todos ellos murieron tiempo antes de la Revolución─ nació el mundo moderno.
Esta trivialidad, a veces, se puede pasar por alto, a causa de la agitación, más reciente, de los siglos XIX y XX; pero el hecho es que la mayoría de los planteamientos de nuestro tiempo, y especialmente el conflicto existente entre la visión religiosa del mundo y la secular, fueron formulados más o menos de forma clara por la Ilustración francesa. Hay gente hoy que parece creer que Dios fue trágicamente asesinado por Nietzsche en el siglo XIX; pero en el siglo XVIII, Él ya había sido descartado como idea útil por Montesquieu, Voltaire y Diderot y, si Rousseau aún siguió usándolo, lo hizo en gran parte como reflejo de su propio ego.
Ya que el propio Foucault pertenece al mundo secular y debe de ser de algún modo heredero de la Ilustración uno podría esperar que aceptara este patrón. En su lugar, lo subvierte completamente declarando que no hubo ningún hito intelectual de trascendencia que transcurriera a mediados del siglo XVIII. La expresión l’âge classique, que ya había empleado en un libro anterior, Historia de la locura en la época clásica, si bien tiene un significado evidente, es un dudoso neologismo de su propia invención. Se basa en la hipótesis de que la episteme subyacente ─«la clásica episteme de la representación», como él la llama─ permanece intacta desde mediados del siglo XVIII hasta después de la Revolución de 1789, e hizo que todo el fenómeno de la superficie fuera algo relativamente insignificante. Mucha gente estaría de acuerdo, pienso, con que la expresión l’âge classique, cabe concebirla como aplicada al florecimiento literario del grand siècle, que ha quedado como el periodo «clásico» de la literatura francesa neoclásica; pero que ése sería el límite de su importancia. Es cierto que el neoclasicismo mantuvo la doctrina estética oficial del Antiguo Régimen hasta el final, justo hasta lo que sobrevivió el sistema político, aparentemente intacto mientras se desmoronaba por dentro. Pero, dentro de este marco estático, se produjo la principal revolución intelectual que ha sido abundantemente descrita por los historiadores de las ideas, además de interesantes innovaciones artísticas y rompedores cambios en la sensibilidad colectiva. Mezclar todo esto bajo el rótulo l’âge classique es muy arbitrario, a menos que «la episteme de la representación» resulte ser algo de una importancia arrebatadora, de la que nadie antes había tenido noticia.
Foucault cita brevemente, en más de una ocasión, el punto de vista convencional, pero sólo para tacharlo de insignificante. Después de mencionar parte de las controversias científicas del siglo XX, continúa:
A través de estos problemas y las discusiones que han engendrado, para los historiadores es un juego de niños reconstituir los grandes debates que, se dice, han dividido la opinión pública y las pasiones y el poder de razonar del hombre. Así, ellos creen que pueden regresar al conflicto fundamental entre la teología, que aloja en cada forma y cada movimiento la providencia de Dios, la simplicidad, el misterio y la solicitud de sus caminos divinos, y la ciencia que ya busca definir la autonomía de la naturaleza.
Se dirá que él no argumenta contra el punto de vista general; que él simplemente insinúa mediante el uso de frases desdeñosas: «para los historiadores es un juego de niños reconstituir los grandes debates» (c’est un jeu pour les historiens… dont il est dit que… on croit retrouver) que es erróneo. Anteriormente, y después de aludir a «les grands débats qui ont occupé l’opinion,» había sido ligeramente más explícito:
Es muy posible escribir una historia del pensamiento de la época clásica tomando estos debates como puntos de partida o como temas. Pero el resultado no será más que una historia de las opiniones ─es decir, de las elecciones hechas respectivamente por los individuos, los entornos o los grupos sociales; y esto implica todo un método de investigación. Pero si queremos emprender un análisis arqueológico del saber mismo, estos célebres debates no pueden servir como guía ni articular los argumentos. Es necesario reconstituir el sistema de pensamiento, cuyo patrón, en su positividad, permite un margen de opiniones simultáneas y aparentemente contradictorias. Es este patrón el que define las condiciones necesarias para la posibilidad de tal o cual debate o problema, y el que subyace a la historicidad del conocimiento.
¿Sugiere Foucault, con la expresión opiniones aparentemente contradictorias, que si Montesquieu, Voltaire, Diderot, etc., hubieran entendido la episteme bajo la cual funcionaban, se habrían dado cuenta de que su rechazo de los prejuicios y las injusticias que tan valientemente criticaron era sólo una reacción superflua que no les distinguía en esencia de sus contemporáneos, que opinaban todo lo contrario y que se disponían a enviarles a la cárcel y a prohibir sus libros?
Aunque parezca extraño, esto es lo que precisamente está sugiriendo, porque él aclara, en otro contexto, que la Ilustración y la tradición que emergieron de aquello son, en su opinión, nada más que un fenómeno superficial:
En vano, tenemos la impresión de un desarrollo casi ininterrumpido de la ratio europea desde el Renacimiento hasta nuestros días… toda esta cuasi-continuidad al nivel de las ideas y los temas es sin duda un efecto superficial.
Ya que Foucault propone reemplazar la historia ordinaria de las ideas por un original análisis basado en epistemes que van a ser descubiertas por la investigación «arqueológica», debemos preguntar: ¿Cuál es el estatus de la «arqueología», como él la define, y qué prueba ofrece de la existencia de las epistemes?
Inmediatamente nos encontramos frente a un problema metodológico. Si, como declaró al principio, la orden de la episteme era, o es, muet (silenciosa o muda) en cada uno de los tres o cuatro periodos, ¿cómo puede su naturaleza ser adivinable? Las epistemes del pasado deben de haber desaparecido sin dejar ningún rastro; si no ascendieron a la superficie de cualquier conciencia individual, nadie pudo manifestarlas. La episteme del presente debe de ser similarmente inaccesible al examen directo; pretender definirla sería como intentar zafarse de la sombra de uno. Concediendo, pongamos por caso, que las epistemes existieron realmente, su naturaleza sólo puede ser inferida por medio de conjeturas extrapoladas basadas en tantas pruebas documentales de que se dispongan, según los procedimientos históricos normales. Comparándose a sí mismo con un arqueólogo, Foucault está dando a entender que es capaz de interrogar a cualquier objeto mudo, como hace el arqueólogo cuando, por ejemplo, desentierra un puchero sin ninguna inscripción y trata de situarlo en su contexto cultural con la ayuda de sus conocimientos y de su imaginación. Foucault, en cambio, como cualquier historiador, reinterpreta lo que ya ha sido formulado en el lenguaje. Es verdad que tiende a rebuscar a lo largo y ancho de la historia para desenterrar textos sólo remotamente conocidos, a la par que suele ignorar textos importantes a los cuales otra gente ha prestado mucha atención; pero esto no le convierte ni mucho menos en «arqueólogo».
Cuando, por ejemplo, en el capítulo 2, se dedica a explicar la episteme del Renacimiento, basada, nos dice, en el principio de la «semejanza», cita en detalle a Paracelso y otros autores neomedievales ajenos al linaje científico para mostrar que ellos vieron el mundo como un sistema complejo de correspondencias entre el cielo y la tierra, las plantas y los animales, etc. Resumiendo sus posturas está reportando sus propias palabras, ya que ellos eran bastante explícitos sobre sus asunciones precientíficas. Seguramente, entonces, la «arqueología» no es más que una metáfora imprecisa que sirve para dar un aire falso de novedad o concreción a la sumamente idiosincrásica práctica de Foucault de la historia. A pesar de todo sigue usando los términos arqueología y arqueológico como si tuvieran su significado genuino, y un sorprendente número de analistas ha seguido su ejemplo. (En 1969, publicó un volumen entero, La arqueología del saber, que pretende ser una elaboración teorética del concepto y que hace malabarismos hasta el final con dos nuevos términos claves, el discurso y el enunciado. Sólo puedo decir que sigue sin convencerme).
Episteme es un término igualmente problemático. Foucault no dice cómo desarrolló el concepto y, más inopinadamente, no explica la naturaleza de las diferentes epistemes en un orden cronológico. Después del prefacio, lo lógico habría sido que el capítulo 1 abordara la episteme renacentista de la semejanza, la primera de la serie. En su lugar, el lector es sumergido sin aviso en la brillante descripción de un famoso cuadro, Las Meninas, de Velázquez, que a primera vista parece no tener nada que ver con el objeto de discusión.
Aunque parezca mentira, fue esta descripción, puede que más que ninguna otra cosa, lo que en un principio ayudó al libro a hacerse famoso. Sólo muy al final de la última página del capítulo se revela que el cuadro se toma como una expresión de «la episteme de la representación» de l’âge classique:
Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre. Intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas a las que se presta, los rostros que hace visibles, los gestos que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la necesaria desaparición de lo que la fundamenta ─de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos no es sino semejanza. Este sujeto mismo ─que es el único y el mismo─ ha sido elidido. Y libre al fin de esta relación que lo encadenaba, la representación puede darse como pura representación.
Estas preciosistas y amaneradas sentencias no son fácilmente comprensibles por sí mismas ni hacen que la importancia de Las Meninas quede meridianamente clara. No ha habido mención previa a la relación de las bellas artes con la episteme, ni se nos ha dicho si el cuadro en sí es un ejemplo de la operación de la episteme clásica en España; quizá sólo sea una conveniente artimaña metafórica con la que Foucault resuelve el desenlace de su argumento. Ya que el lienzo data de 1656, sólo roza la etapa activa de la episteme clásica que él ya ha indicado, así que es probable que sólo signifique una ilustración. Pero ¿qué es exactamente ilustrar?
El elemento más impactante de la obra maestra de Velázquez es que la escena que se representa ─el propio pintor, trabajando en un gran lienzo del que sólo se ve el revés, en presencia de la infanta Margarita y sus meninas; en el que la mayoría mira hacia el exterior del cuadro─ es vista desde la posición de un sujeto invisible que está siendo pintado por el artista. Un reflejo en un espejo dentro del cuadro revela que se trata de los padres de la infanta, Felipe IV y su esposa, la Reina. Si imaginamos al Rey delante de la escena, era objeto para el pintor, pero sujeto respecto a la propia escena, cuya mirada atenta se estaba registrando, u organizando, en su intrincada perspectiva. Si el comentario de Foucault significa que todas las líneas direccionales del cuadro retornan al punto central, al punto externo ocupado por el Rey (o cualquier otro espectador), el hecho es obvio. El cuadro, en primer lugar, explota de forma enormemente ingeniosa los principios de la perspectiva descubiertos por la ciencia óptica del Renacimiento. Lo que me extraña es que Foucault afirmara la disparition nécessaire de ce qui la fonde, la necesaria desaparición del sujeto que percibe la escena. Parece olvidarse por un momento de que el sujeto real que percibe es Velázquez, no el Rey, que probablemente ni siquiera estaba presente. El pintor no duda en disponer la escena con el caballete, la infanta y sus meninas de la forma habitual ─el lienzo es fundamentalmente un retrato de la infanta, una brillante presentación de ella, por así decirlo, a sus padres invisibles o ausentes─ y añade más tarde su propio retrato y el reflejo de los reyes. El sujeto sólo está elidido en el sentido en que Velázquez pretende que no esté allí, mientras presta su vista a la presencia imaginada del Rey. Este cuadro no es un ejemplo de pura e independiente representación, si es que puede existir tal cosa. Es una vigorosa expresión de la subjetividad del pintor; como los críticos de arte han señalado, su manejo del pincel es muy personal, incluso impresionista, al tiempo que la pintura respeta los impersonales principios de la perspectiva. Foucault parece estar forzando excesivamente el significado del cuadro para hacer que exprese algún punto general sobre el lenguaje y la percepción pero, de nuevo, su discurso no es claro.
Sólo puedo adivinar sus intenciones retrotrayéndome a la episteme de la representación desde lo siguiente que dirá, en el capítulo 2, sobre la episteme renacentista de la semejanza.
Se explaya en el hecho de que muchos escritores renacentistas, mientras veían correspondencias entre la tierra y los cielos, los animales y las plantas, lo animado y lo inanimado, etc., también pensaron el lenguaje como una entidad concreta «inscrita en el mundo». Esto era, presumiblemente, un remanente del concepto arcaico de un lenguaje perfecto, prebabélico, que no traducía la realidad sino que era idéntico a ella. En la Edad de Oro, digamos, había habido una coincidencia perfecta entre las palabras y las cosas, y el Renacimiento ─o parte de él─ siguió unido a este concepto. El mismo Foucault se siente atraído por ello porque, lejos de tratarlo como una creencia anticuada, afirma que, en la época clásica, «les choses et les mots vont se séparer[3],» aceptando el postulado de que una vez estuvieron unidas, lo cual es contrario a cualquier visión racional del lenguaje. Al hacer esto, creo que está sugiriendo que los escritores del siglo XVIII, al contrario que algunos de sus predecesores renacentistas, usaron el lenguaje instrumentalmente, como si fuera un vehículo de expresión transparente, no distorsionante ─o potencialmente no distorsionante─, una traducción directa o una extensión de la razón humana, y que este enfoque era demasiado simple o superficial.
Es cierto que, con todo, la Ilustración tuvo este carácter, y empleó el lenguaje racional para cuestionar lo que se consideraban usos irracionales del lenguaje ─en efecto ese fue su rasgo esencial─ pero sería erróneo suponer que Montesquieu, Voltaire o Diderot eran ingenuamente inconscientes de las ambigüedades e incertidumbres del lenguaje, incluso en su uso racional. Además, el intento de usar el lenguaje de forma racional ha estado continuamente en progreso, de forma intermitente, desde la antigua Grecia, y era característico de algunas de las figuras más notables del Renacimiento. Cuando Foucault afirma la existencia de la episteme de la semejanza, ilustra ampliamente la pseudológica de fondo en la teorización de Paracelso y otros como él, pero, sin una sola explicación, desprecia completamente a los precursores de la visión moderna del mundo, como Galileo, Leonardo y Montaigne, quienes debieron de quedarse desfasados respecto a la supuesta episteme de su tiempo.
Aquí Foucault parece estar hecho un lío. Por un lado, parece no gustarle el lenguaje transparente y racional del siglo XVIII, del que dice que reside en una relación binaria entre signo y significado. Esto es demasiado poco para él, tiene demasiado poco que ver con el concepto de la Palabra encarnada, incrustada en la creación. Casi parece querer experimentar un estremecimiento de trascendentalismo panteísta a través del misterio del lenguaje, aunque haya rechazado la idea de Dios. Por otro lado, admite, al menos en una ocasión, «le caractère… absolument pauvre» de le savoir del siglo dieciséis, como reconociendo que la episteme de la semejanza no pudo conducir al verdadero conocimiento científico.
Quizá la raíz del asunto es que, por alguna razón, Foucault se resiste a aceptar plenamente la concepción científica del mundo ─es decir, el desarrollo gradual de la ratio europea al que se refiere tan despectivamente. La ambigüedad de su postura se muestra en un pasaje insignificante en el que propone una especie de equivalencia intelectual entre Buffon, el naturalista del siglo XVIII de mentalidad auténticamente científica, y Aldrovandi, un naturalista anterior, al que Buffon acusó de mezclar verdad y ficción:
Aldrovandi no fue ni mejor ni peor observador que Buffon; no era más crédulo que él, ni estaba menos apegado a la fidelidad de la mirada o a la racionalidad de las cosas. Simplemente, su mirada no estaba ligada a las cosas de la misma manera, ni por la misma disposición de la episteme.
La última frase se refiere al hecho de que los naturalistas precientíficos del Renacimiento se plantearon las «semejanzas» entre los fenómenos como un registro misterioso del mensaje de Dios «inscrito» en las cosas y vieron que su función era «leer» o interpretar ese mensaje, un proceso que afectaba a la intuición, como en la ciencia auténtica, sólo que, a diferencia de ella, no incluía la verificación de esa intuición. Era fundamentalmente un acto de fe, y Foucault, usando la palabra simplemente, niega la distinción vital entre los procesos circulares de los precientíficos, el pensamiento teocéntrico, y la investigación abierta y acumulativa, que es lo que Buffon entendió por ciencia.
Hay una inclinación similar hacia el misticismo en su reiterada sugerencia de que la episteme de la representación tuvo menor efecto, tanto para la visión renacentista del lenguaje como algo «inscrito» en el mundo, como para el funcionamiento de la episteme moderna y postilustrada, lo que ha dado alas ─o al menos eso dice─ a una forma de escritura tan cargada de significado que Foucault quiere restringir el término littérature únicamente a su designación, dejando así al margen la literatura como categoría, que todo sea dicho, es la mayoría de la escritura moderna. Su procedimiento es particularmente profético.
Desarrolla al detalle la propuesta de que la Ilustración, utilizando su sistema lingüístico binario combinado con mathesis, taxinomie y analyse génétique, se dispuso a tabular lo que nos rodea de manera ordenada. Una noble ambición, podría uno pensar, pero Foucault no parece pensar lo mismo, porque quiere que el lenguaje haga algo más que «representar». Se queja de que, durante la época clásica, el lenguaje se vuelve tan transparente en su función representativa que es elidido, como el sujeto supuestamente elidido en el cuadro de Velázquez. Una vez más se expresa a sí mismo de forma sibilina:
…representar no quiere decir aquí traducir, dar una versión visible, fabricar un doble material que pueda, en la vertiente exterior del cuerpo, reproducir el pensamiento en su exactitud. Representar es haber comprendido en el sentido estricto: el lenguaje representa el pensamiento como este se representa a sí mismo. Para constituir el lenguaje o animarlo desde el interior, no hay un acto esencial y primitivo de significación, sino sólo, en el núcleo de la representación, este poder que le pertenece de representarse a sí misma, es decir, de analizarse, yuxtaponiéndose, por partes, bajo la mirada de la reflexión, y delegarse a sí misma en un sustituto que la prolonga.
No puedo entender ni: «fabricar un doble material que pueda, en la vertiente exterior del cuerpo, reproducir el pensamiento en su exactitud» ni «un acto esencial de significación» que anima el lenguaje desde dentro. Ambas sentencias parecen guardar relación otra vez con la creencia arcaica en la posible coincidencia concreta entre la realidad y las palabras, mientras que a mí me parece obvio que cualquier uso del lenguaje es una traducción, en el sentido de que es necesariamente reduccionista, la representación simbólica de una porción de las infinitas posibilidades existentes. (Quizá merezca la pena señalar que, en el párrafo citado, Foucault parece usar traduire [traducir] con el peculiar significado de «trasladar entero o intacto» cuando el sentido normal es «convertir a un sistema simbólico distinto.») El reduccionismo es la esencia del lenguaje; la diferencia entre una buena y una mala expresión lingüística es la diferencia entre una reducción concisa y acertada y una reducción imprecisa y flácida. Ni tampoco hay ningún «acto esencial de significación»; las palabras sólo significan lo que llegan a significar en el contexto histórico en que se usan y la mayoría de las veces ese significado tiene su margen de ambigüedad a causa de los frecuentes cambios semánticos que se producen al usarlas de forma dispar. Es más, sugerir que el lenguaje es «elidido» en los mejores escritos de Montesquieu, Voltaire, Diderot y Rousseau es una crítica sin sentido alguno, porque cada uno de ellos, a su manera particular, hace gala del genio lingüístico; cada estilo tiene una fuerza poética que depende de la manera personal y característica en que se usa el lenguaje.
Foucault se comporta verdaderamente como si pensara que el lenguaje de los siglos XVII y XVIII era inferior, porque elogia a ciertos escritores postilustrados ─en un contexto podrían ser Mallarmé, Hölderlin y Antonin Artaud y, en otro, Nietzsche, Raymond Roussel y Georges Bataille─ por hacer un esfuerzo por regresar a lo que él llama l’être vif du langage[4]. Han tratado de crear «un contradiscurso… y remontar así a la función representativa y significante del lenguaje hasta su ser esencial, olvidado desde el siglo XVI». En estos escritores, «el ser del lenguaje brilla de nuevo en los límites de la cultura occidental… A partir del siglo XIX, la literatura actualiza el lenguaje [o ¿lo ilumina de nuevo?] reemplazándole en su ser». Todas estas expresiones con être de nuevo insinúan que hay, o hubo, un ser superior, inherente al lenguaje, comparable a la mítica coincidencia del lenguaje y de las cosas que existieron antes de la catástrofe de Babel. La Babel bíblica puede ser considerada como el segundo pecado original (lingüístico); Foucault propone otro, el pecado de nuestros días, en la época de la Ilustración; el hombre sucumbe a la razón y la investigación científica, y con él la plenitud poética del lenguaje.
Yo no desecharía esto como un completo sinsentido. Existe un problema del que Mallarmé, Valéry y Bachelard, por ejemplo, fueron muy conscientes. ¿Cómo podemos pensar el mundo científica y poéticamente al mismo tiempo? ¿Cómo puede uno conciliar el arcaico y animal utillaje sensible del hombre, con el cual ha de vivir cada día, con el mundo inhumano e impersonal descubierto por su intelecto? La tradición postilustrada supone una amenaza continua de esquizofrenia. De hecho, la amenaza ya estaba presente en la época de la Ilustración, ya que fue conscientemente articulada en las cartas de Diderot y plasmada en la tensión de las Confesiones de Rousseau. Si es a esto a lo que se refiere Foucault, agradezco el apunte, pero creo que está confundiendo los temas más que aclarándolos, remontándose a la visión oscurantista del lenguaje, intentando situar a la Ilustración fuera de juego con la ayuda, digamos, de un dudoso patrón de epistemes y restringiendo el término littérature de los siglos XIX y XX al trabajo de una corta lista de autores, de los que al menos cuatro sufrieron un ataque de locura patológica, no necesariamente relacionada con la clase de esquizofrenia mencionada anteriormente.
Hay más dificultades conectadas al concepto de episteme. Foucault afirma categóricamente: «En una cultura y un momento dados, sólo puede haber una episteme, que define las posibilidades del conocimiento» ¿Cómo puede estar tan seguro? Dado que cada recién nacido es un bárbaro cultural con sus potencialidades aún por revelar, es de cajón que todas las formas posibles de percibir el mundo coexisten en un tiempo, al menos en forma de embriones que pueden desarrollarse o no. El hecho de que una visión del mundo en particular sea la dominante en una sociedad y un momento dados no significa que las otras estén ausentes; cualquiera de ellas puede estar esperando el momento oportuno para tomar el mando. Es corriente encontrarse con que hubo pensadores libres en la edad de la fe, del mismo modo en que en la era actual de la ciencia hay fundamentalistas, y hasta puede que también quien piense que la tierra no es redonda. Es igualmente común que formas radicalmente diferentes de percibir el mundo puedan estar en guerra entre sí y a la vez tener ideas idénticas. Si la sociedad no consistiera de tal confusión fluctuante de posturas, ¿cómo podría producirse el cambio cultural? Foucault presenta su serie de tres o cuatro epistemes como si fueran absolutos y que, por razones desconocidas, se sustituyen de repente unos a otros.
Para que esto fuese así, las condiciones que marcan el comienzo de cada episteme tendrían que estar presentes objetivamente en el mundo exterior, como los fenómenos meteorológicos o los rayos cósmicos. Pero la cultura existe sólo en las efímeras e individuales mentes humanas, sujeta a la contracorriente de la interacción social y, en consecuencia, no permite absolutos, ni siquiera definiciones exactas. En las ciencias, la historia de la evolución de las ideas puede escribirse con un grado de certeza, ya que existe un cúmulo de conclusiones generalmente aceptadas, comprobables frente al mundo impersonal y, por tanto, y en cierto sentido, independientes de las diferencias de carácter entre los individuos. En todas las otras áreas de la cultura, las conclusiones son, por definición, intelectualmente provisionales aunque, por cuestiones morales, puedan obedecerse como si fuesen cuasi-certezas.
La determinación de Foucault de aferrarse a sus epistemes absolutas hace que su argumento resulte particularmente retorcido cuando intenta demostrar que el momento clave de la intelectualidad europea se produjo, no durante la Ilustración, sino unos veinticinco años o más después; cuando dice que la episteme de la representación dio paso a la episteme moderna. Para ello, selecciona tres áreas concretas ─estudio del lenguaje, historia natural y economía─ y afirma que experimentaron un cambio fundamental en algún punto entre finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Su tesis, brevemente resumida, es que la gramática analítica fue sustituida por la disciplina histórica de la filología; la historia natural, como taxonomía basada en la comparación de fenómenos externos, se convirtió en la biología, relacionada con el principio íntimo de la vida y, la economía, tras haber dependido del concepto de riqueza, convierte el principio de la producción en su tema central.
A primera vista, parece decir que la diferencia esencial entre la episteme del siglo XVIII y la del XIX, o moderna, fue el paso de lo estático a lo dinámico, o de un figurativismo fijo a una forma de vitalismo. El análisis sincrónico de la estructura gramatical dio pie al trazado diacrónico de la historia de las familias del lenguaje; las variedades de plantas y animales, en lugar de ser consideradas como algo permanente y sujeto a una clasificación preestablecida, se vieron como arreglos provisionales que resultaban de las tensiones entre la vida y las posibilidades de la naturaleza; el ideal de prosperidad económica fue concebido, no como un estado, sino como el resultado de un proceso continuo.
Si subsumimos estos nuevos avances bajo el encabezado del evolucionismo, Foucault sugiere que el siglo dieciocho no habría asimilado realmente el concepto. ¿Cómo puede mantener esto cuando todo el impulso de la Ilustración consistió en creer en la posibilidad de un cambio global, a la que los escritores menos sofisticados describieron como una ingenua confianza en el Progreso? Reconozco que los indicios de la teoría científica de la evolución presentes en, por ejemplo, el trabajo de Diderot, fueron sólo un tímido presagio de la hipótesis de Darwin, pero el evolucionismo social maduró completamente como idea antes de la Revolución de 1789. Por qué Foucault querría descartar esta verdad fundamental sigue siendo un enigma, a no ser que, como Sartre, tenga dificultades para tratar con justicia a los hombres de la Ilustración porque, con una pasión fuera de lugar, les señala como responsables de que la Revolución, en lugar de producir la Utopía, desembocara realmente en la sociedad burguesa del siglo XIX en Francia.
¿Y por qué, con el fin de demostrar este argumento, haría tan extraña y arbitraria selección de disciplinas, como si las tres estuvieran al mismo nivel y fuesen representativas de la totalidad del campo del conocimiento? Hay una diferencia formal entre la biología, una ciencia pura en sus aspectos esenciales, y el estudio del lenguaje y la economía, y es hasta qué punto han sido capaces de aplicar procedimientos estrictamente científicos sólo a determinadas áreas limitadas de su actividad. En el caso del estudio del lenguaje, por ejemplo, la fonética puede ser en gran parte, pero no toda, reducida a principios científicos, pero en otras cuestiones importantes tales como el origen del lenguaje, su funcionamiento inmediato en la mente, las razones para el cambio lingüístico, etc., sobrepasan la definición científica. Foucault habla largo y tendido sobre la filología del siglo XIX, como si fuera radicalmente diferente de la del XVIII respecto a la percepción de las cosas. Yo diría más bien que aquello fue una descripción elaborada de los aspectos externos del lenguaje, muy comparable a la taxonomía que él señala como la característica dominante de la historia natural durante el siglo XVIII. El mismo desarrollo filológico debió de producirse en el siglo XIX, que tuvo la importancia de que el sánscrito hubiera sido descubierto dos o tres generaciones antes.
La mayoría de los pasajes en los que Foucault intenta establecer una equivalencia entre estas tres disciplinas escogidas, aseverando su relación con las supuestas epistemes, continúan siendo opacos para mí, dada mi incapacidad para seguir pensamientos abstractos que no se apoyan en ejemplos concretos, especialmente cuando devienen en espirales retóricas mucho más que en un orden lógico y cuando hace tanto uso de metáforas tan esponjosas como épaisseur, pliure y murmure[5]. De vez en cuando, cuando se incluye una ilustración, creo tener visos de haber entendido algo, pero no logro estar de acuerdo. Por ejemplo, Foucault dibuja una paralela entre el concepto del valor en la economía del siglo XVIII y lo que él llama «l’essence du langage» en la lingüística del siglo XIX. En ambos casos, dice, hay formas alternativas de mirar las cosas, y que se corresponden entre sí al igual que dichas disciplinas. Lo que dice sobre economía puede ser correcto; al menos parece inteligible para el lego, pero sus apuntes sobre el lenguaje tienen toda la pinta de ser un alegato de réplica:
Por tanto, hay dos lecturas posibles y simultáneas: una analiza el valor en el acto mismo del intercambio, en la intersección entre lo dado y lo recibido; la otra analiza con anterioridad al cambio y como condición previa para que éste pueda realizarse. Estas dos lecturas corresponden, la primera a un análisis que coloca y encierra toda la esencia del lenguaje dentro de la proposición[6]; la otra, a un análisis que descubre esta misma esencia del lenguaje al lado de designaciones primitivas —lenguaje de acción o raíz—; en el primer caso, en efecto, el lenguaje encuentra su área de posibilidad en una atribución asegurada por el verbo —es decir, por este elemento del lenguaje en retroceso de todas las palabras, pero que las relaciona unas con otras—; el verbo, al hacer posibles todas las palabras del lenguaje a partir de su lazo proposicional, corresponde al cambio que establece el valor de las cosas cambiadas y el precio por el cual se las cede como un acto más primitivo que los otros; en la otra forma de análisis, el lenguaje radica fuera de sí mismo y como en la naturaleza o las analogías de las cosas; la raíz, el primer grito que da a luz las palabras antes de que el lenguaje nazca, corresponde a la formación inmediata del valor antes del cambio y de las operaciones recíprocas de la necesidad.
En este pasaje, como en cualquier otra parte del libro, no siempre queda claro, por culpa del caos expositivo de Foucault, si está resumiendo las opiniones de otros ─en este caso, de los teóricos del siglo XVIII, a quienes por definición debe de oponerse─ o si se está olvidando momentáneamente de ellos para expresar sus propios pensamientos. En cualquier caso, es difícil saber qué pretende decir con: «le verbe… cet élément du langage en retrait de tous les mots mais qui les rapporte les uns aux autres» (el verbo… este elemento del lenguaje en retroceso de todas las palabras pero que las relaciona unas con otras); el verbo es de por sí una palabra entre palabras, y no es la única que funciona como enlace en la oración; tal afirmación no arroja ninguna luz al misterio de la gramática. De forma similar, las expresiones antitéticas «le langage est enraciné hors de lui-même» (el lenguaje radica fuera de sí mismo) y «le premier cri qui donnait naissance aux mots avant même que le langage soit né» (el primer grito que da a luz las palabras antes de que el lenguaje nazca) son sólo inútiles alusiones retóricas a la incógnita de los orígenes del lenguaje. Sean un buen resumen de las opiniones del siglo XVIII o fórmulas inventadas por el propio Foucault, parecen inadecuadas para confirmar su correspondencia con la teoría económica.
Por mucho que lo niegue Foucault, ha habido un desarrollo gradual de la ratio europea durante los últimos cinco siglos, que ha avanzado de manera desigual en las distintas zonas en función de los sucesos históricos. Reducido a su forma más esquemática, el concepto de Foucault de la episteme significa que cuando la base epistémica varió de repente (por razones, repito, que ni siquiera ha intentado explicar), se produce un cambio de ritmo en todas las disciplinas. Es como si tuviera en mente algún modelo mecánico y estructuralista que alteró su forma global, completa y simétricamente, al moverse alguna parte vital. Tal modelo parece del todo inapropiado para el azaroso desarrollo del conocimiento, que se estanca en algunas partes mientras se acelera en otras, según el aleatorio rol de las circunstancias.
Foucault insiste tanto con sus distinciones absolutas que, a veces, hasta llega a afirmar que el modo de pensar de acuerdo a la «clásica episteme de la representación» nos resulta hoy bastante extraño. Si eso fuese así, ¿cómo es que los principales textos del siglo XVIII, aun obsoletos en algunos detalles, siguen hablándonos directamente, con su razón humanamente especulativa, y suenan al mismísimo lenguaje de la civilización?
Si, como dice, las epistemes son «mudas» respecto a las cosas que están supuestamente condicionadas por ellas, es lógico pensar que la episteme moderna (¿o quizá posmoderna?), bajo la cual presumiblemente funcionamos, será especialmente difícil de comprender; de hecho, parece eludir su definición en la última y más espesa parte del libro. Foucault nunca caracteriza los conceptos con un término simple, como ha hecho con las dos epistemes anteriores. Yo ya he sugerido que debería llamarse «la episteme de la evolución», sólo que yo dispondría del término episteme como una imaginativa forma de complicación. La conexión evolutiva parece confirmarse, en la página 356, mediante su referencia a:
una redistribución general de la episteme: cuando, al abandonar el espacio de la representación, los seres vivos se alojaron en la profundidad específica de la vida, la riqueza en la presión progresiva de las formas de producción y las palabras en la diacronicidad de las lenguas.
Pero, dos páginas después, l’épistémè moderne se convierte en «un espace volumineux et ouvert selon trois dimensions» (un espacio voluminoso, abierto y tridimensional); estas dimensiones son, muy desconcertantemente: (1) les sciences mathématiques et physiques (¿las ciencias puras?) (2) les sciences du langage, de la vie, etc. (¿una mezcla de ciencias puras y mixtas?), y (3) la réflexion philosophique qui se développe comme pensée du Même[7] (a juzgar por el contexto general, esta frase oscura aparenta ser una aceptación de la visión nietzscheana de la «eterna recurrencia», que podría conciliarse con un patrón de ciclos periódicos de evolución, pero se contradice con el evolucionismo cerrado, que es el que tomo por ser el de la visión científica moderna).
Dadas estas incertidumbres, es más práctico, creo, dejar a la episteme moderna en su totalidad como una quimera que incluso el propio Foucault debe de estar cansado de perseguir, y preguntar sin rodeos: ¿Qué dice sobre la situación intelectual moderna? ¿Por qué ha intentado subvertir la visión convencional de la Ilustración con el fin de hacer un análisis de las ciencias sociales?
No puede haber sido para concluir sencillamente, como en efecto hace, que las ciencias sociales no son aún estrictamente científicas. Al hacer esto, está derribando una puerta abierta, porque muy pocas personas defenderían que lo son. Me lo imagino más bien preparando un ataque más amplio al positivismo. Discrepa de la idea habitual del desarrollo gradual de la ratio europea, porque la ve apuntar en dirección al creciente positivismo y, a pesar de que él mismo es un pensador laico y alguna vez afirma ser positivista, no se siente cómodo en esa situación, aunque no queda claro por qué. No obstante, el argumento central de su libro resulta ser que el hombre ─le fondement de toutes les positivités─ se ha vuelto problemático. El concepto de Hombre, dice, es algo que no existió antes del siglo XIX, y que ahora está menguando. Así que llegamos a la fórmula de la victoria: después de la muerte de Dios, la muerte del Hombre. Para aclararme a mí mismo qué podría significar esto, he de volver de nuevo a la visión histórica tradicional.
Se suele estar de acuerdo en que la Ilustración inauguró el intento moderno de definir al hombre desde una perspectiva secular. La filosofía dominante del siglo XVIII fue el «humanismo», como se subraya con la prominencia de la palabra homme en algunos contextos históricos: «L’homme est né libre... Les Droits de l’homme…» etc. La naturaleza del hombre fue pensada como una subdivisión de la naturaleza en general, y en el primer arrebato de optimismo, se supuso que la sociedad podría ser reformada hasta alinearse con la naturaleza esencial del hombre, la cual había sido de algún modo eclipsada por el acrecentamiento de la Historia. La labor es, naturalmente, más compleja de lo que parece al principio, porque el término naturaleza es desesperadamente ambiguo; en amplio sentido debe, como tal, abarcar todas las manifestaciones humanas, porque no podemos actuar fuera de nuestra naturaleza; es indudablemente inherente a la naturaleza humana ser «antinatural». Sin embargo, en medio de esta complejidad filosófica, podemos decir que la Ilustración intentó depositar su confianza en «el hombre» y restablecerlo en un escenario equilibrado, «natural».
Foucault contradice esto de manera monótona. Sostiene que, a causa de la episteme imperante de la representación, no pudo haber un concepto auténtico de «vida» en ese momento y que «hombre», como entidad, no fue ideado hasta el siglo XIX. No le encuentro ningún sentido a esta afirmación, a menos que signifique que el concepto del hombre como animal evolucionado no culminó antes del siglo XIX. Para muchas mentalidades del siglo XVIII, el humanismo, incluso el antirreligioso, seguía afectado por el mito religioso de la pérdida de la fe; en algún momento, el hombre primitivo vivió en armonía con la naturaleza; las cosas se torcieron, y necesitó entonces ser rehabilitado como un ser «natural». Esta visión es más sentimental y menos realista que la hipótesis de que el hombre es un animal evolucionado que continúa naciendo como animal pero que se encuentra inmerso en una construcción continua, cultural y condicionada por la historia, a la que se adapta, o la cual intenta modificar según el mandato de su propio temperamento. Por mirarlo fríamente, hay una distinción entre el humanismo sentimental, que con frecuencia asume inconscientemente que el hombre es «bueno», y el humanismo evolutivo, que acepta que la moralidad es una tensión cultural provisional que el animal humano, el hombre, impone sobre su naturaleza animal primaria. Sin embargo, no estoy seguro de que esto sea lo que Foucault dice y, en cualquier caso, sigue habiendo muchos humanistas sentimentales en el siglo XIX, como de hecho los sigue habiendo hoy en día. Por el contrario, algunos humanistas del siglo XVIII, como Voltaire, no fueron sentimentales en sus percepciones profundas, a pesar de que la teoría científica evolutiva les fuera desconocida.
Diría, entonces, que la primera afirmación de Foucault ─que el hombre no existió en el siglo XIX─ es sencillamente perversa. Su siguiente afirmación ─que hombre es un concepto que ahora está desapareciendo, habiendo durado apenas dos siglos─ es más interesante. Es una idea, desde luego; mientras haya seres humanos «hombre», en el sentido ordinario, continuará existiendo. Lo que Foucault insinúa, supongo, es que el hombre no puede seguir pensándose como un ser natural y definible con alguna certeza o seguridad. En la línea de Sartre, pone en duda el concepto de naturaleza humana, pero por otras razones.
Sartre, que puso su fe en la libertad del individuo, mantuvo constantemente ─a pesar de las evidencias en sentido contrario─ que cada uno de nosotros es inicialmente libre de elegir su destino, y que nuestro gran pecado es mauvaise foi ─es decir, una tendencia a aceptar fácilmente los prejuicios existentes en la sociedad como verdades objetivas. Rechazó el concepto de «naturaleza humana» como una conservadora y nociva invención de la burguesía humanista. Hay algo de esto en Foucault, especialmente en aquellos contextos en los que, como el primer Sartre, ve la enfermedad mental como una reacción noble y comprensible a las presiones del conformismo social.
Mientras que Sartre, con su creencia en el libre albedrío, tuvo que enfatizar la autonomía del sujeto (al menos hasta que se enfrente al obstáculo colectivo de lo práctico inerte), Foucault, cuando describe la situación intelectual moderna, socava la idea de sujeto desde varios ángulos diferentes. Hay aquí una contradicción, porque al tratar antes la episteme de la representación, ya presentó la elisión del sujeto como algo malo a ser corregido por la recuperación del «ser vital» del lenguaje. También, hace laudatorias referencias a Nietzsche, cuyo concepto de Superhombre llevaba la consideración del sujeto hasta el punto de la megalomanía. Para complicarlo todavía un poco más, en algunas de sus últimas entrevistas parece pasarse a la opinión de que toda verdad es subjetiva, o la alterna con la de que «la verdad» no existe, sólo el «poder/saber» creado por las subjetividades dominantes. Obviamente, la consistencia no era algo que le preocupara demasiado, como la claridad. Sin embargo, en la última parte de Las palabras y las cosas, desarrolla su crítica del sujeto, y por tanto de la naturaleza humana u «hombre», desde al menos cuatro puntos de vista interrelacionados. Para resumirlos, he de imponer de nuevo mi propio juicio, sin duda limitado, sobre una serie de frases gnómicas.
Juega muy bien con la idea del hombre como «un étrange doublet empirico-trascendental»[8]. Esto parece querer decir que el hombre existe como un organismo físico, pero que la comprensión empírica de su constitución y su contexto materiales se realiza mediante la operación trascendental (o sea, ¿ultrafísica?) de su mente, la cual no es aún directamente accesible al conocimiento y que quizá nunca lo esté. Paradójicamente, nuestro conocimiento de lo empírico se apoya, pues, en lo no empírico o, más concretamente, en lo no-reductible-aún-a-lo-empírico. Foucault continua expresando la necesidad de inquiéter tous les positivismes, cuestionar todas las formas de positivismo, por ser, supuestamente, conclusiones en las que el sujeto confía demasiado.
De nuevo, el prejuicio anticientífico y antiilustrado de Foucault parece filtrarse para emborronar la cuestión. La ciencia se origina en la subjetividad ─la mente del investigador─ pero aspira a la no subjetividad; de hecho, se define por su no subjetividad, es consensuada entre sujetos «trascendentales» y el cúmulo de sus descubrimientos refuerza la idea colectiva de hombre como Homo sapiens. Por otra parte, la administración de los descubrimientos científicos pertenece, no a la ciencia, sino a la política o la sociología. El Homo sapiens puede destruirse a sí mismo utilizando sus invenciones pero, de ocurrir esa eventualidad, ello no invalidaría retroactivamente el conocimiento científico como tal; más bien lo confirmaría. La ciencia, como forma central de positivismo, no necesita ser «cuestionada», porque ya su autocrítica sometida a la prueba empírica es su fuerza motriz. Si Foucault sugiere que el científico se encuentra en una nueva e incierta posición en el mundo moderno, sin duda se equivoca. El estatus filosófico del científico no ha cambiado, aunque pueda estar más cerca de lo que alguna vez estuvo de la formulación de la definitiva irreductibilidad de las contradicciones del hombre en su comprensión de la naturaleza. Entretanto, la ciencia en sí, como intuición subjetiva probada racional y objetivamente, ha sido un fenomenal éxito intelectual.
Foucault fuerza un poco más las limitaciones del sujeto argumentando que el pensamiento de todo hombre sobre sí mismo se sitúa en el contexto de l’impensé, lo impensado o lo no pensado. Parece estar refiriéndose principalmente a la teoría freudiana del inconsciente, que abre paso a la incertidumbre sobre la posible coherencia o unidad de la personalidad humana. Su interés en este asunto podría explicar su complacido prejuicio a favor de los escritores trastornados, como Raymond Roussel y Antonin Artaud, de los que suele hablar como si hubieran arriesgado su salud en su exploración de lo impensé, o como si su locura hubiera iluminado el presunto Ser del lenguaje más allá de los límites de la razón. Esta postura podría catalogarse de antirracionalismo romántico bastante más que de crítica seria del funcionamiento de la razón. (La prueba del prejuicio antiilustrado de Foucault se encuentra en que, de todos los escritores del siglo XVIII, al único que analiza con algo de detenimiento es al Marqués de Sade, pero de forma particularmente entusiasta e inaprensible. Una visión sobria de Sade sería la de que su trastorno, en la medida en que no era puramente patológico, resultaba de la plana convicción de que, dada la inhumanidad general de la Naturaleza, el individuo tiene el derecho, y puede que el deber, de llevar su naturaleza animal al límite con la ayuda de su razón humana. Puede que Sade sea el caso atípico de un hombre que ha enloquecido por su idea de la naturaleza).
La razón ilustrada, practicada por Montesquieu, Voltaire y Diderot, era muy consciente de sí misma como una tenue y modesta luz arrojada sobre oscuros misterios, y Freud, se consideren o no aceptables sus hipótesis, consideró de sí mismo que estaba retrocediendo hacia las fronteras de la razón. De acuerdo, el mandato socrático «Conócete a ti mismo», que va más allá del pensamiento de la Ilustración y la postilustración, podría ser, en escala, calificado como racionalismo romántico,
porque el hombre, para conocerse por completo, tendría que comprender el universo y es inconcebible que la parte comprenda el todo. Pero desde la Antigua Grecia, el hombre, en sus momentos más lúcidos, se ha visto implicado precisamente en esta paradójica empresa. Como dijo Valéry: «L’homme est absurde par ce qu’il cherche et grand par ce qu’il trouve[9],» y salvo que el adjetivo grand resulta quizá muy jactanciosamente prometeico, el hombre es exactamente eso; se define por su intento de reducir su incertidumbre interna y externa mediante el uso de la razón. Pero no hay base para concluir que ello ponga en peligro a su ser como tal; él indudablemente existe, pero siempre, por así decirlo, en un estado incompleto.
Foucault es más convincente cuando se vale de la Historia para cuestionar al hombre como sujeto y a la naturaleza como concepto. En el mundo moderno, dice, el hombre está déshistorisé. Esta simple palabra conlleva un doble significado. Por un lado, el hombre sabe poco o nada sobre el pasado remoto, pero lo suficiente para saber que los orígenes de la sociedad y el lenguaje están indudable e irremediablemente perdidos en la noche de los tiempos; no podemos estar seguros de cómo comenzó todo; sólo podemos hacer extrapolaciones regresivas. Por otro lado, el volumen de la Historia registrada es tan grande que la hace prácticamente inmanejable. Entiendo que Foucault está diciendo que en una sociedad históricamente ignorante ─podría servir como ejemplo la Francia de Luis XIV, cuya vida cotidiana e instintiva transcurrió de acuerdo a unas tradiciones largamente indiscutidas, y que observó el pasado a través de la cristalización de los mitos cristianos y greco románicos─ puede darse un concepto certeramente estático de la naturaleza humana, porque las grandes diferencias entre las civilizaciones no han sido generalmente asentadas. En una sociedad así, la realidad cotidiana se toma como universal, o al menos como de primordial importancia. Pero en el mundo postilustrado, la finitude de l’homme, la naturaleza finita del hombre, se aprecia con resultados más drásticos. Un creciente conocimiento de la Historia muestra que las personas han vivido y muerto encerradas en sus posturas contemporáneas, las cuales pueden entonces volverse obsoletas. Para que haya algo como la «naturaleza humana» tendríamos que encontrar un patrón de denominadores comunes entre los diferentes periodos y civilizaciones. De lo contrario, el hombre está «deshistorizado» por no disponer de una historia coherente con aquello que puede tomar como referente para su ser. Como señala Foucault:
El conocimiento positivista del hombre está limitado por la positividad histórica del sujeto que conoce, de modo que el momento finito se disuelve en el juego de una relatividad de la cual no se puede escapar y cuenta en sí misma como un absoluto.
En otras palabras, entiendo, ahora somos tan conscientes de las aparentemente incompatibles variaciones culturales, diacrónicamente a través del tiempo y sincrónicamente a través del espacio, que le llevaría a un hombre osado a decir convencido con Terencio: «Homo sum: humani nihil a me alienum puto.»[10] El humanismo cristiano y la religión deísta sortean las dificultades postulando un Dios con el que todas las contradicciones humanas son inefablemente reconciliadas, hasta cuando individuos o grupos incompatibles han llegado a matarse entre ellos. El problema se resuelve transfiriéndolo desde el plano de la realidad a lo inverificablemente supernatural. El humanismo secular, que es también una fe, necesariamente más enérgica, tiene que suponer que el hombre, disponiéndose a pensar ─esto es, usando su razón, su único dispositivo para autoiluminarse y autodisciplinarse─ desarrollará con el tiempo un concepto medianamente manejable de la naturaleza humana y de validez global. En este sentido, la muerte de Dios supone, no la muerte del Hombre sino, al contrario, su nacimiento como ser secular en línea con el mensaje originario de la Ilustración. En los mejores autores nunca fue un simple mensaje, pero siempre quedó impregnado con el trágico absurdo también presente en el cristianismo, en el que se ofrece, no obstante, el mito de la piedad como una solución fácil. Es ese trágico absurdo lo que arraiga en la inteligencia del siglo XVIII y lo que aporta tanta resonancia poética, por ejemplo, a la obra maestra de Voltaire Cándido, con su última y aún válida sentencia: «Il faut cultiver notre jardin[11].» Un jardín nunca es más que una jungla ligeramente domesticada en permanente peligro de reversión a través del resurgimiento constante de los caprichos de la naturaleza humana y de las inexorables presiones de la naturaleza general.
Si es que he entendido algo sobre Foucault es que él mismo fracasó estrepitosamente en lograr entender el humanismo evolutivo absurdista que desciende directamente de la Ilustración francesa. En lugar de eso se lía a sí mismo y a su lector en innecesarios nudos teoréticos con su «arqueología» y sus «epistemes», y exhibe entonces un embrollado entusiasmo por el catastrofismo nietzscheano que propone, por un lado, un Superhombre imposible antes de que el propio Hombre haya logrado algo como ser coherente y, por otro, una contradictoria y gratuita creencia en la eterna recurrencia.
Finalmente, hay también un importante germen de verdad en lo que Foucault dice sobre el lenguaje en relación con la incertidumbre del sujeto, aunque de nuevo desarrolla el argumento de forma más negativa que positiva y, aparentemente, sin enterarse de que no guarda coherencia con sus afirmaciones previas sobre el lenguaje «inscrito» en el mundo.
Todos tendemos a pensar que el lenguaje que hablamos nos «pertenece» y nos permite expresarnos directamente porque mana desde nuestro interior, como si su ser fuese simultáneo al nuestro. Pero por supuesto hemos nacido sin él, y lo hemos absorbido de la sociedad desde la niñez. Quizá este punto pueda aclararse diciendo que la potencialidad de usar el lenguaje es una facultad humana innata, pero que la lengua específica que en realidad usamos es una prótesis, condicionada históricamente y con su propio patrón de posibilidades y limitaciones, diferenciándose de otras lenguas o prótesis extranjeras. No sabemos, en el acto de usar la prótesis, cómo funciona, como no podemos seguir nuestros procesos digestivos cuando están activos. Esto, imagino, debe de ser a lo que se refiere Foucault en el siguiente pasaje:
¿Cómo puede el hombre actuar como sujeto del lenguaje, cuando el lenguaje se ha formado independientemente de él durante miles de años, cuyo sistema le supera, cuyo significado duerme un sueño casi invencible en las palabras que hace brillar por un instante con su discurso, y cuando, desde el principio, está obligado a alojar su palabra y su pensamiento, como si no hicieran más que animar, por un breve momento, un segmento sobre esta trama de innumerables posibilidades?
A esta formulación paranoica del problema le sigue un llanto desesperado sobre la no individualidad del sujeto hablante:
¿Puedo decir, en efecto, que soy este lenguaje que hablo, y en el cual mi pensamiento se desliza para encontrar todas sus posibilidades propias, pero que, en cambio, sólo existe en la pesada sedimentación que no será capaz de actualizar por completo?
La respuesta racional a ambas cuestiones podría ser que tales quejas declamatorias sólo sirven para oscurecer la verdadera naturaleza del lenguaje y fomentar un uso irresponsable de ella. Es verdad que podemos, en cierta forma, considerar el lenguaje como un sofisticado hecho consumado, incluso como una prisión, de la cual el individuo no puede escapar, ya que sólo puede hablar con la ayuda de su prótesis colectiva y preexistente. Pero tal y como debemos reconocerlo también de otras formas el lenguaje es la invención humana por excelencia y el instrumento fundamental de la libertad cultural que da al individuo acceso, más allá de su condición animal, a otras subjetividades, tanto vivas como muertas. La contradicción puede resolverse diciendo que todos somos miembros los unos de los otros mediante el lenguaje. El sujeto sólo existe en tanto que es capaz de reanimar el instrumento colectivo y adaptarlo a su propio carácter, pero al hacerlo está usando algo más grande que él mismo, y que debería expandirlo más que limitarlo.
No obstante, en el difícil equilibrio entre el individuo y el grupo, pueden surgir dos tentaciones opuestas a las que, en distintas ocasiones, Foucault ─junto a otros modernistas de mentalidad parecida─ sucumbe, creo, muy fácilmente. Una es decir que el sujeto no existe, ya que toma forma, o al menos se comunica, sólo mediante la activación de un mediador colectivo. Así que podemos encontrarnos a veces con fuertes personalidades, incluido al propio Foucault, despreciando la idea de que la personalidad fuerte exista; por ejemplo, los que engañados por la propia distinción de Proust entre su yo de cada día y le moi profond que crea, han llegado a decir que En busca del tiempo perdido no tiene un autor definido; el aparato del lenguaje se supera a sí mismo, por así decirlo, y teje la trama de palabras que las mentes sencillas atribuyen a una supuesta entidad, Proust. La exageración complementaria es comportarse como si sólo el sujeto contara y manejara arbitrariamente el lenguaje creando neologismos y pseudoconceptos con complaciente dejadez, como si nadie tuviera ninguna responsabilidad con nadie excepto consigo mismo, y puede que ni eso, ya que quizá resulte un insidioso placer pensar, como los profetas, en enigmas o medio enigmas que uno, uno mismo, no entiende del todo, como si fuese un dios hablando desde una nube.
No se trata de desaprobar el juego o el ejercicio lingüístico, que supone el noventa por ciento de la belleza del lenguaje, o de negar que es mejor comprender a medias una verdad profunda que enriquece la mente más allá del alcance de la razón, que entender del todo una verdad más superficial que no tiene el mismo poder nutritivo. Pero hay un área del pensamiento, especialmente del pensamiento académico, donde la moral lingüística es primordial. Ya que todas las actividades del lenguaje son misteriosas, incluso para las mentes académicas cuya función es moderar o suavizar el misterio de la razón, la línea divisoria entre la carga de significado y la vacuidad pseudoprofética del significado es algo difícil con lo que lidiar. Mi principal queja contra Foucault es que, como profesor, no ha intentado realmente abordarla, ni aquí, en Las palabras y las cosas, ni en sus otros copiosos escritos, de modo que, lamentablemente, ha de ser clasificado como un mauvais maître[12].
[1] Lo que no está claro no es francés.
[2] Lo que no es un poco oscuro, no es verdaderamente parisino.
[3] Las cosas y las palabras se separan.
[4] El ser en bruto del lenguaje.
[5] Espeso, plegado, susurrante.
[6] Esta línea está omitida por error en la transcripción en el artículo original.
[7] La reflexión filosófica que se desarrolla como pensamiento de lo Mismo.
[8] Un extraño duplicado empírico-trascendental.
[9] El hombre es absurdo por lo que busca, y grande por lo que encuentra.
[10] Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno.
[11] Debemos cultivar nuestro jardín.
[12] Mal maestro.
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