J. ERNESTO AYALA-DI*
Este hecho no tendría mayor importancia si no estuviera acompañado por otras formas más disimuladas de ignorancia o, lo que considero más preocupante todavía, un creciente desdén por saber cosas, un quedarse tan panchos si no se tiene ni idea de dónde queda el Pacífico o cuántos habitantes tiene la desgraciada Libia, de la cual algunos me llegaron a comentar que más habitantes que Egipto (es decir, ¡más de 80 millones cuando solo tiene seis!) eso porque el territorio de Libia es mayor. Antes, cuando una persona era sorprendida in fraganti en desconocimientos de ese calibre, solía sonrojarse pidiendo casi disculpas. Hoy un individuo en una parecida situación esboza una mezcla de gesto bobalicón y autosuficiente.
Es probable que la gente haya renunciado a saber cosas simplemente porque con eso no se gana dinero ni fama, por lo menos no tanto dinero ni tanta fama como la que obtienen algunos personajillos televisivos gracias precisamente a su oceánica ignorancia. Recuerdo cuando en Cataluña, hace unos pocos años, la sequía apretaba gravemente. Era muy habitual encontrarse con personas que en lugar de preocuparse por la escasez de agua, fruncía el ceño ante los indicios de una próxima lluvia. Ello era porque en ese instante no atinaban a relacionar el régimen de lluvias con el agua que consumían. Esa inclemencia del tiempo estropearía las excursiones a sus segundas residencias y el disfrute de sus piscinas. Pero en cuanto le dibujabas el hilo que ata el fenómeno atmosférico con el líquido que sale de sus grifos, me parecía ver en sus ojos el brillo de un descubrimiento insospechado. A veces, justo es reconocerlo, sentía como si agradecieran la obvia información. No se saben cosas y escasea la cintura mental para relacionarlas entre sí. Cuando se lo comenté a un amigo, este me contestó que eso no era nada al lado de los que ignoran que la Tierra es la que gira alrededor del sol, y la relación de estos movimientos con las estaciones del año.
Es lo mismo que sucede con la percepción que la gente tiene de las cuentas públicas. Les cuesta creer que un país se halle a veces obligado a endeudarse para hacer frente a sus necesidades presupuestarias. Endeudarse es algo que solo le puede pasar a uno o al vecino. Y ya no digamos lo mucho que cuesta relacionar impuestos con el disfrute de carreteras y servicios sanitarios, además de educación gratuita para sus hijos. Síntomas todos estos de cómo la ignorancia de los saberes más naturales y elementales y la pereza o indulgencia mental van permitiendo que toda esta realidad vaya calando (y de manera transversal) con escandalosa naturalidad entre la ciudadanía.
Puede parecer una tontería, seguramente para muchos lo es. Porque para qué puede servir saber la función de un humedal, si gratifica más poder alardear con un cuatro por cuatro o ser socio de un club de golf. Por eso mucho me temo que la cacareada sociedad del conocimiento será una utopía, y que lo que nos espera en un futuro muy cercano es la ignorancia de nuestra propia entidad como seres pensantes y almacenadores de infinitos saberes. Y esta, sin disminuir la gravedad de la actual crisis económica, sí que sería una devastadora crisis de nuestra civilización. Un paseante solitario está frente al mar. ¿Sabe que bajo su luminosa superficie existe algo llamado corrientes marinas? Supongamos que sí. Ese minúsculo dato de la naturaleza cuánto lo distingue de sí mismo cuando antes lo ignoraba.
Jürgen Habermas dijo un día que es probable que una peluquera de Hamburgo sepa más cosas que las que sabía Spinoza en su tiempo. Me sorprendió la frase cuando la leí porque precisamente mi peluquera me preguntó un día si conocía las columnas de Augusto. Le respondí que sí. Entonces somos dos, me dijo, porque a veces me parece que no las conoce nadie, y eso que vivimos en Barcelona. ¿Tú crees? Sí, contestó, y no me extraña, la gente en general sabe muy pocas cosas. Y todos tan panchos.
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