lunes, 18 de julio de 2011

Usos y abusos del concepto de género



Un recorrido histórico por la noción de "género" revela por qué, según las autoras, esta palabra —aplicada al estudio de gays, lesbianas, transexuales, etc.— vuelve invisibles las demandas específicas de las mujeres y quita fuerza al feminismo. ¿Es posible una única definición de mujer? Sí, responden: una definición política.

MARIA ISABEL SANTA CRUZ MARGARITA ROULET.

«Cuando comenzó a usarse el concepto de género como herramienta de análisis, sirvió para identificar los dispositivos culturales y sociales que dividen a las personas según su sexo. Denunciado en los años 80 como un concepto totalizador que volvía invisibles otras diferencias personales como la edad y la clase, sin embargo es en la actualidad aceptado aun en español, lengua en la que no tenía inicialmente el mismo significado. Así, aparece en expresiones tales como "estudios de género", "teoría de género", "filosofía de género". Queremos limitar y/o debilitar el uso de este concepto, para indicar de un modo más claro aquello sobre lo que en realidad estamos hablando, por eso sugerimos volver a expresiones menos ambiguas, como "feminista" o "de mujeres".

"Género" traduce el inglés gender, que tiene, entre sus significados de diccionario, la acepción de "clasificación de sexo; sexo", que no se encuentra entre las lenguas romances: el término no es traducible exactamente con nuestro género, ni con el italiano genere ni con el francés genre. Antes de fines de los 60 los angloparlantes usaban el término gender para referirse a la comprensión de ciertas palabras como masculinas o femeninas. Durante los años 60 las feministas extendieron su significado para que describiera la comprensión no sólo de las palabras, sino también de tipos de conducta como masculinas o femeninas. El propósito era poner de manifiesto que no había una relación "natural" entre conductas y palabras como masculinas o femeninas: en ambos casos se trataba de convenciones sociales.

Género se usa actualmente al menos en dos sentidos diferentes, en algún modo contradictorios. En su significado inicial, en contraste con sexo, refiere a lo construido socialmente como diferente de lo biológicamente dado, esto es, a rasgos de personalidad y conducta en distinción con el cuerpo. Sexo, usado para referirse a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, aparece, desde esta perspectiva, como aquello considerado invariable a través de la historia y las culturas.

En un principio, género se introdujo para suplementar sexo y no para reemplazarlo. No había pretensión de negar las diferencias sexuales. Más aún: sexo aparecía como indispensable para caracterizar género. Gayle Rubin introduce "sistema sexo/género": "conjunto de ordenamientos sobre los que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de actividad humana". Lo biológico se asume así como base sobre la que se construyen significados culturales. Así, al tiempo que se mina la influencia de lo biológico se la invoca.

Más adelante, comenzó a cuestionarse si las diferencias biológicas eran tan invariables como se pretendía. En los 80 algunas feministas comenzaron a problematizar aún más este cuadro. "Género" comenzó a usarse más y más para referir a cualquier construcción social que tuviera que ver con la distinción varón/mujer, incluyendo aquellas construcciones que separan cuerpos "femeninos" de cuerpos "masculinos". Este último uso emergió cuando muchos advirtieron que la sociedad no sólo configura personalidad y conducta, sino tam bién los modos en que aparece el cuerpo. Alison Jaggar, por ejemplo, sostuvo que las prácticas sociales llevan a cambios en el cuerpo. Pero si el cuerpo se ve siempre a través de una interpretación social, el sexo no es algo separado del género, sino que es más bien lo subsumible en él. Para Joan Scott: "el género es la organización social de la diferencia sexual". Esto no significa que el género refleje simplemente diferencias físicas y naturales entre mujeres y varones. Más bien el género es "el conocimiento que establece los significados de las diferencias sexuales".

A fines de los 80 se discutió la utilidad de la distinción entre sexo y género, pensando que ocultaba un punto central: que el sexo mismo era también una construcción y, por lo tanto, no separable del género. Además, sostener la invariabilidad del sexo llevaba a minimizar las diferencias entre las mujeres y a homogeneizar sus experiencias.

Es indudable que no hay mujer, sino mujeres. Son más las diferencias entre ellas que sus puntos de identidad. Si no hay algo en común, si cada mujer acaba siendo un entrecruzamiento irrepetible de múltiples diferencias, ¿qué sentido tiene hablar de feminismo? ¿Cómo hablar en nombre de todas las mujeres? La fragmentación lleva a la inoperancia. Es preciso, entonces, hacer pie en alguna identidad. Pero ésta también tiene sus bemoles, porque parece conducir al esencialismo, según el cual las características que se adscriben a las mujeres le corresponden necesariamente, en todo tiempo y a todas las mujeres (y embarcarse en una postura de este tipo es sumamente riesgoso).



«sUna definición política«r



El dilema es, por lo tanto, esencialismo o fragmentación. Si se sostiene un esencialismo, se refuerza el estereotipo. Si se adopta una postura antiesencialista, no hay nada en común entre las mujeres y no hay sujeto del feminismo. En este sentido, rechazar toda forma de esencialismo supone deslegitimar a priori la posibilidad de que haya algún fundamento en común en la experiencia de las mujeres. Más aún, evitar la generalización es inconsistente, dado que sin algún tipo de generalización no hay teoría posible. Recientemente ha vuelto a ponerse sobre el tapete la necesidad de evitar todo esencialismo pero construir, sin embargo, una categoría positiva de mujer. Hay quienes han sostenido la imposibilidad de hacerlo. Otras afirman que eso es políticamente errado e incorrecto. Como señala Denise Ryle, "mujer" es una categoría sobredeterminada, tanto por los conservadores como por las feministas. Pero, contra Ryle, el problema no está en la categoría misma, sino en el modo en que hasta ahora hemos entendido la práctica por la cual definimos términos tales como "mujer".

Construir una categoría sugiere una estrategia política. Sólo puede hacerse una construcción feminista de una categoría positiva de mujeres. Conceptualizar sin politizar no es posible. Pero ¿nuestro propósito feminista justifica que empleemos, aunque sea provisionalmente y estratégicamente, un término común para referirnos a algunas entidades como "mujeres", implicando con ello ciertas comunidades entre ellas y ciertas diferencias entre ellas y otros? Si estamos justificadas, entonces tenemos que preguntarnos cuáles comunidades y diferencias son las que mejor se le adscriben. Toda definición supone la adscripción de características comunes a las cosas y además, de diferencias respecto de cosas a las que se les adscribe otro nombre. Pero las comunidades y diferencias no tienen por qué ser algo dado, algo natural, sino que son más bien propiedades que elegimos atribuir a las cosas. En tal sentido, atribuir comunidades y diferencias depende del propósito que se tiene al construir una definición.

Intentar construir una categoría positiva de mujeres no involucra sostener una única subjetividad femenina de las mujeres; no se trata de una búsqueda "objetiva", movida por el deseo desinteresado de hallar la verdad. Al intentar construir esa categoría y, para ello, hallar comunidades y diferencias, dependemos, al menos parcialmente, de nuestras necesidades psíquicas y de nuestros objetivos políticos. La estipulación del significado de "mujer" supone una intervención política. (Así se ha hablado de "esencialismo estratégico".) Si no hay una singularidad especificable, si no hay rasgos definibles que identifiquen "mujer", parece haber, sin embargo, una generalidad que corresponde a las mujeres con respecto a su estatuto en los ámbitos social y político. Necesitamos una concepción de la generalidad de los problemas que las mujeres enfrentamos como mujeres si queremos hallar una vía de solución.

No se trata de construir la categoría tratando de aislar todas las propiedades que permitirían incluir a todas las mujeres en un conjunto (nos veríamos así reducidas, si buscamos el mínimo común denominado, a los caracteres biológicos), sino de construir la categoría tratando de hallar la estructura común en la que todas las mujeres como mujeres parecemos estar entramadas —y entrampadas. La definición que se adopte o se construya deberá estar asentada en nuestros específicos propósitos feministas. En tal sentido, bien puede hacerse la definición atendiendo a las relaciones estructurales en las que se halla inmersa toda mujer: ser aquella parte de la especie humana que vive y que históricamente ha vivido en una estructura de dominación masculina. Bien podría decirse que si apelamos a la idea de dominación, nada nuevo decimos, y en ese caso la misma definición se aplica a otros grupos humanos discriminados. Más precisamente, deberíamos caracterizar a mujer como el conjunto de los seres humanos que, sea cual fuere el grupo étnico, racial, nacional, religioso, etc., vive en relación de ser dominada, abierta o encubiertamente, por individuos del sexo masculino. Una definición como ésta no sólo no exige que haya algo así como una esencia universal "mujer" invariable en el tiempo, sino que ni siquiera exige que existan en la realidad los objetos correspondientes. (Podría ocurrir con "mujer" lo que ocurre con "unicornio". Y tal vez en el "mundo mejor" otra sería la definición de "mujer".)

Si género se reveló inicialmente como una herramienta útil de análisis, porque permitía una perspectiva más abarcadora, al incluir experiencias tanto de mujeres como de varones en relaciones sociales, sus desventajas son hoy insoslayables. Por un lado, en la práctica, desde el afuera por género se oye mujer. La mujer es el género o el género la mujer. La mujer es la que tiene género y por eso se ocupa de él. Por otro, género encubre sin duda los otros múltiples ejes de identidad que constituyen a las personas. Oscurece sensiblemente lo que tiene que estar en el foco de atención: lleva a una agenda política y teórica más estrecha en términos de experiencias de las mujeres. Piénsese que los departamentos de estudios de género comparten espacios materiales y simbólicos con estudios sobre masculinidad, estudios gays y lesbianos, etc. De ese modo, creemos, se pierden de vista las luchas por las reivindicaciones que atañen específicamente a las mujeres. Gracias a su neutralidad, género acaba desdibujando aquello que debería resaltar al máximo: que la relación entre mujeres y varones ha sido históricamente y sigue siendo una relación en la que la mujer queda siempre del lado del dominado, del lado del sin nombre, del lado del no sujeto, del lado de la falta de. Si se acepta esta definición de "mujer" y se tiene en cuenta el carácter ambiguo de "género", creemos que conviene operar un nuevo cambio y volver a "estudios feministas", dado que son precisamente las mujeres el sujeto del feminismo.


Vía: revistaenie.clarin.com

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