Hace años Michel Foucault en un entrevista conocida como “Verdad y poder”, nos hablaba de una nueva categoría que quería oponer a la idea tradicional sobre la labor y función del intelectual en la sociedad. Indudablemente, la tarea que él mismo llevaba a cabo con sus escritos, y por los efectos que habían tenidos libros como La Historia de la Locura en la Edad Clásica y Vigilar y castigar, su figura se vio erigida en un lugar de autoridad y en un referente de prestigio en lo concerniente a temas vinculados al poder en general.
Quizás para marcar una diferencia con el legado de Jean Paul Sartre, o para explayar su concepción sobre la tarea teórica que llevaba a cabo, enhebró algunas ideas sobre la noción de “intelectual específico”.
Sus análisis sobre la microfísica del poder, tienen como objeto teórico el funcionamiento de determinadas instituciones que mediante un sistema de normas y una jerarquía propia, distribuyen lugares de poder ligados a funciones específicas. El servicio hospitalario, la institución asilar, el servicio penitenciario, el paradigma monástico, fueron estudiados en su historia, en sus transformaciones, siguiendo las series convergentes que explican su emergencia epocal, en el análisis de los reglamentos y en la grilla de comportamientos autorizados, los detalles del código de procedimientos, el régimen de obediencia, las tecnologías morales de rigor para la construcción de una determinada subjetividad, y la teleología que enumera los ideales que orientan el dispositivo en su conjunto.
En estas instituciones, tienen un lugar protagónico los personajes que ocupan los lugares del saber, ellos son quienes están autorizados a ejercer un poder, y tienen la legitimación que les da un orden del discurso que controla tanto el espacio de producción de conocimientos como el de la validación de los mismos.
Foucault quien ya había estudiado la función que cumplían los expertos en las instituciones vinculadas a la domesticación de los cuerpos en la doble vertiente de la salud y del delito, proponía ahora volver a estudiar los mismos espacios de saber y poder, desde el punto de vista de la puesta en tela de juicio del poder y de la resistencia al sistema de dominación imperante.
Por eso quiere distinguir al intelectual clásico que juzga el comportamiento de sus conciudadanos desde un lugar de libertad, que critica al poder en nombre de los oprimidos, que se sostiene en valores universales o en ideología totales, de otra figura desde la que intenta llevar a cabo un nuevo análisis en base a la idea de especificidad, rescatando la categoría de intelectual.
No dice “profesional”, sino intelectual, ya que con este término se evoca una figura enfrentada al poder, pero en este caso, no situada en un lugar independiente, sino adscripto a un orden social que lo emplea, le paga, y le hace formar parte del engranaje material de la producción social.
Recordemos que Sartre, concebía la crítica político-cultural desde el punto de vista de lo que llamaba “compromiso”, y éste sólo podía ser ejercido sobre la base de una libertad inalienable derivada de la consciencia no refugiada en la mala fe.
Esta consciencia es la consciencia del escritor. Sin duda, que la rebelión ante la impostura del poder puede provenir de otras áreas de la cultura, pero lo que le dio el aura de personaje singular, es el que proviene del talento en el oficio literario.
Podemos explicar esta selección diciendo que no es extraño que la crítica política y social, tenga su simbolismo principal en el lenguaje articulado, más que en el pictórico, el musical, o el algorítmico, y como lógica consecuencia quienes se ocupan del oficio de escribir y son reconocidos por sus logros en el mismo, deberían ser quienes en primera instancia tienen los recursos de expresarse en lo relativo a las cuestiones políticas en sentido amplio.
Foucault cambia el ángulo de mira del análisis. Nos dice que este lugar de escritor libre no es el que incidirá en el futuro sobre la relación entre el saber y el poder. Quienes estarán con mayor capacidad de intervención en los juegos del poder serán aquellos que trabajan como agentes institucionales de áreas estratégicas en las que se producen conocimientos. Son ellos los que están bajo la sujeción de la jerarquía institucional y corporativa, y son ellos los eslabones que tienen la posibilidad de trabar el funcionamiento global, y son quienes pueden ejercer la resistencia al mandato vertical, de limitar la fuerza del dinero y discutir con poder propio los objetivos de las estrategias político-militares.
Dice Foucault: “ El intelectual era por excelencia el escritor, conciencia universal, sujeto libre, se oponía a aquellos que no eran más que competentes al servicio del Estado o del Capital (ingenieros, magistrados, profesores). Desde el momento en que la politización se opera a a partir de la actividad específica de cada uno, el umbral de la escritura, como marca sacralizante del intelectual, desaparece; y pueden producirse entonces lazos transversales de saber a saber;de un punto de politización al otro; así los magistrados y los psiquiatras, los médicos y los trabajadores sociales, los trabajadores de laboratorio y los sociólogos, pueden cada uno en su lugar propio y mediante intercambios y ayudas, participar en una politización global de los intelectuales”.
Luego Foucault agrega que la literatura de la década del sesenta inspirada en las hiperteorías de la semiología, la semiótica, la lingüística, el psicoanálisis lacaniano, al producir un sinnúmero de obras literarias muy mediocres, ya mostraba que la actividad del escritor no era un centro activo.
Considera que el físico atómico Oppenheimer es la bisagra entre el intelectual universal y el intelectual específico. Fue un científico perseguido por el poder político no por el discurso general que enunciaba sino por detentar un saber que podía poner en peligro los intereses dominantes.
Esta inquietud no sólo respecto de los efectos de la investigación científica, sino de la producción y del control de los conocimientos en nuestras sociedades, puede extenderse a varias áreas. La llamada sociedad de conocimiento no hace más que actualizar la ingerencia cada vez mayor de quienes producen saber y nuevas técnicas en cuestiones que conciernen al poder de los estados y de los imperios económicos. La web permite que esta producción pueda tener una relativa autonomía en relación a las corporaciones. Las ciencias de la vida ocupan el lugar de las ciencias de la fisión nuclear de hace medio siglo, y la preocupación que se ha hecho disciplinaria con el desarrollo de la bioética, busca respuestas morales a encrucijadas en la que las preguntas que nos vienen de antaño, desde el árbol del bien y del mal, la hybris griega, el Fausto romántico o el deber kantiano, se le agregan otras que son parte de la lucha política de nuestros días.
Los especialistas en ecología, en la ingeniería genética, los analistas de sistemas –vemos el rol de wikileaks en la perturbación que produce en los secretos del poder -, son muestras de que el intelectual como figura que interpela a la comunidad de la que forma parte sobre las cuestiones que atañen a la distribución y al ejercicio del poder, puede adoptar nuevas formas.
Esta idea de las nuevas intervenciones críticas de los intelectuales específicos que ponen en tela de juicio cuestiones puntuales de una microfísica del poder en el sitial ocupado tradicionalmente por un intelectual literario universal que sopesa concepciones del mundo o ideologías totalizadoras, me ha llevado a pensar en otro tipo de asociaciones.
En nuestro medio es muy usual el empleo de la categoría de “pensador”. Se supone que jerarquiza a alguien que se use ese calificativo que inevitablemente nos evoca a Rodin, es decir a un ser de bronce. A muchos habitantes del campo llamado intelectual les gusta que los llamen pensadores. Se sienten depositarios de un saber profundo, de una visión de águila, de ser conocedores de lo que nadie ve, y de una serie de atributos risueños propios de una aldea en la que todos nos conocemos.
Ser un pensador acerca a su portador a una función pastoral, en ciertos casos les permite adoptar una lengua y un tono rabinoide, otras un evangelismo episcopal, en ocasiones puede adoptar la preceptiva de los dietélogos o la pulcritud jurídica. Un pensador no transpira, habla pausado y tiene el talento de redondear frases.
Sin embargo, estimo que podemos llamar pensadores a personas bastante más interesantes. Son quienes desde su mundo propio y en forma escrita, desde el arte, las ciencias, la política, la ciencia, reflexionan sobre su propia práctica, a veces a través de ensayos, diarios, entrevistas, cartas, autobiografías, logrando de este modo, extender la ejecución de sus tareas específicas hacia horizontes culturales amplios, y crear así espacios de pensamiento. Daniel Baremboin hace de sus textos sobre la música y las relaciones entre arte y política, una meditación vigorosa y sutil, que concentra nuestra atención. Pessoa y sus personajes, en especial el Soares del Libro del desasosiego, Fellini, Artaud, Schulz, Gombrowicz, Fernando Fader, Glenn Gould, Auden, Veyne, Martinez Estrada, Macedonio Fernández, Borges, muchos son aquellos que abren con sus escritos senderos de pensamiento. No anuncian con trompetas ni con la ayuda de heraldos: acá va una idea! No aseguran que las ideas son formas de la argumentación. No necesitan saturar con disquisiciones cíclicas la paciencia del lector. Las ideas – vieja palabra nunca en desuso – no vienen en la forma de argumentos, hipótesis, postulados, axiomas, o formalismos que nos permiten ingresar en el paraíso de la demostración. Las ideas pertenecen al universo del pensamiento. Cuando digo pensar, marco una distinción con el saber y con el creer. Se piensa cuando no se sabe, y cuando no se cree. El pensar no tiene la pulsión de conquista del saber ni el apego salvífico de la creencia. Es distancia, tangente, recorrido, rodeo, laberinto. No hay género para el pensamiento. Dijo Nietzsche: no hay que creer en lo que uno piensa. Nada más absurdo que ser nietzscheano, o foucaultiano, o husserliano.
Cuando se dice que la filosofía es una caja de herramientas, y que el uso de lo que hay en ellas es lo que vale, no estamos hablando de una funcionalidad técnica, sino del hecho de que no hay templo de las ideas, y que sólo vale el trajín cuyo dios – debemos otorgarle aunque fuere una divinidad para que Panteón celestial no quede desierto – tiene nombre; es Hefaistos, el terrestre, maestro mayor de obras. El herrero.
Si el intelectual es quien a través de sus funciones específicas interpela a su comunidad, y pide poner el foco de atención en una zona por lo general ensombrecida por los aparatos de poder y las autoridades del saber, que enfocan la atención colectiva en el lugar que les conviene, y desplazan las sonoridades silenciando unas cosas a favor del ruido en otras; si el pensador nos cambia el registro del pensamiento y crea un espacio fuera de la lengua habitual del paradigma analítico, el filósofo lleva a cabo su tarea entre ambos, entre los intelectuales y los pensadores.
El filósofo reflexiona sobre su propia práctica, todo el tiempo lo hace. El inquirir acerca del quehacer de la filosofía, de la identidad que lo singulariza, de la finalidad que persigue, de la pertinencia o la inutilidad de su tarea, es propia de toda la historia de la filosofía. Es así desde los inicios en la aurora griega, cuando los límites entre filosofía y sofística eran intercambiables a pesar de los esfuerzos de Platón para que no fuera así. Tradición en la que los modelos de la medicina y la geometría pretendían a una hegemonía epistémica. La filosofía no es una cosa, claro, pero es algo, un algo que se escribe con diálogos, tratados, máximas, sumas, confesiones, sistemas, aforismos, fábulas, poemas, ensayos.
El filósofo es un intelectual porque interpela a su comunidad, y lo hace remitiéndose a la tradición filosófica. Su modo de expresión y las referencias, remitan a una historia en la que los grandes hombres y los grandes nombres de la filosofía aparecen y son objeto de innumerables reelecturas.
Se pregunta sobre su práctica, desplaza el centro de atención de sus conciudadanos, y les rinde homenaje a los herederos de Sócrates.
Pero decir que el filósofo es un intelectual y un pensador en el sentido del que hemos hablado, plantea algunos problemas.
Uno es el de saber si es un intelectual específico. Creo que no lo es. A pesar de Foucault, la especificidad de la filosofía no existe. Hasta tal punto no existe, que el mismo Foucault cuando le preguntan si existe la filosofía dice que no sabe si verdaderamente existe algo así como la filosofía, pero que estima que, efectivamente, sí existen los filósofos. Lo mismo podemos decir de la pintura, de la ciencia, y del arte. En una ocasión dice que su labor consiste en hacer intervenciones históricas en la filosofía, y también intervenciones filosóficas en la historia. Bellas identidades por lo fugaces, transitorias e inestables.
Pero lo que sí rescato en la noción de intelectual en todos los sentidos, tradicional y específico, su disconformismo esencial. Me refiero a su carácter no gregario a pesar de ser comunitario. No es lo mismo una colectividad que un rebaño, no al menos en lo que implica un ente colectivo con labores intelectuales.
El trabajo filosófico en tanto intelectual requiere dificultades, escollos. Sin problemas no hay pensamiento consistente. Pero los problemas no son sólo los que enumera en sus circunloquios la ruminación analítica. No todo depende de los vaivenes entre realismo, nominalismo, idealismo, naturalismo, universalismo, comunitarismo. La historia de la filosofía es generosa, hay lugar para la escolástica, para los creyentes en la filosofía, los hegelianos o aristotélicos, heideggerianos, para los juegos de la lógica y para la metafísica de las costumbres, por ahí no pasa una línea de demarcación. Por donde sí pasa es por las formas del orden del discurso, de acuerdo a la terminología de Foucault. Por el aparato de censura. Éste no sólo actúa desde el Estado en las dictaduras, sino en los cuerpos organizados de la cultura que conciben un espacio cultural como el vestuario de un club. Lo que se habla en el vestuario no debe salir de él. Están los de afuera que son enemigos. Marcan una trinchera, se juntan entre ellos mismos, y dicen que así ingresa la política en el mundo de la cultura. Así conciben lo que llaman áreas de conflictividad. Una sociedad compuesta por vestuarios encerrados en sí mismos en cuyas puertas dice prohibida la entrada a los no socios o personas ajenas al club.
Los de afuera son ninguneados, silenciados, sus libros no son comentados, sus obras no mencionadas, no son invitados al club porque son de la izquierda paleolítica, de la nueva derecha, neoliberales, cómplices y sospechados, petardistas, etc. Abundan las sectas en la Argentina. Dominan muchos ámbitos. Se reparten los premios. Usan los recursos que no son de ellos, para ellos. Seleccionan los jurados. Lo hemos visto en las facultades durante años, imponiendo una concepción estéril y mezquina de la filosofía. Son espíritus débiles escondidos bajo las frazadas, que usan los nombres de la historia para posar como lo hacen los figuretis que se ponen al lado de algún famoso.
No tienen la fortaleza intelectual de quienes organizan verdaderos colectivos de filosofía que puede reunir kirchneristas, simpatizantes del Pro, troskistas, liberales, o sin identidad política conocida, o en encuentros en el que presentan sus ideas filósofos analíticos, foucaultianos, nietzscheanos, pragmatistas, marxistas, en el que la sola regla es que cuando el otro habla uno se calla, y uno se calla cuando el otro habla. Luego sí la discusión frontal entre gente con opiniones diferentes.
No por amor a la diversidad, espíritu de tolerancia, o la paz en los recreos, que pueden valer por sí mismos, pero no es suficiente. Sino por la ética del intelectual que es buscar al contradictor. Sin él el filósofo es nada ni nadie. Necesitamos del obstáculo, de la palabra que interrumpe nuestro soliloquio, y cuando más temible mejor para nuestro pensamiento. Eso nos falta en la Argentina porque, además, nunca sobra.
Tony Judt y Edward Saïd hablaron de tener una actitud tangencial respecto de las posiciones propias. Richard Rorty hablaba de contingencia e ironía. Michel Foucault del pensamiento del afuera. Gilles Deleuze del rizoma y de la línea de fuga. Son todas ventanas, para continuar con esta imagen retomada por el pensador Jean Baptiste Pontalis cuando escribía sobre su práctica psicoanalítica.
Del pensador la meditación sobre el oficio; del intelectual, la interpelación a la comunidad. Del filósofo la búsqueda de las dificultades. Entre los tres discurrimos.
Vía: tomabra.wordpress.com
Quizás para marcar una diferencia con el legado de Jean Paul Sartre, o para explayar su concepción sobre la tarea teórica que llevaba a cabo, enhebró algunas ideas sobre la noción de “intelectual específico”.
Sus análisis sobre la microfísica del poder, tienen como objeto teórico el funcionamiento de determinadas instituciones que mediante un sistema de normas y una jerarquía propia, distribuyen lugares de poder ligados a funciones específicas. El servicio hospitalario, la institución asilar, el servicio penitenciario, el paradigma monástico, fueron estudiados en su historia, en sus transformaciones, siguiendo las series convergentes que explican su emergencia epocal, en el análisis de los reglamentos y en la grilla de comportamientos autorizados, los detalles del código de procedimientos, el régimen de obediencia, las tecnologías morales de rigor para la construcción de una determinada subjetividad, y la teleología que enumera los ideales que orientan el dispositivo en su conjunto.
En estas instituciones, tienen un lugar protagónico los personajes que ocupan los lugares del saber, ellos son quienes están autorizados a ejercer un poder, y tienen la legitimación que les da un orden del discurso que controla tanto el espacio de producción de conocimientos como el de la validación de los mismos.
Foucault quien ya había estudiado la función que cumplían los expertos en las instituciones vinculadas a la domesticación de los cuerpos en la doble vertiente de la salud y del delito, proponía ahora volver a estudiar los mismos espacios de saber y poder, desde el punto de vista de la puesta en tela de juicio del poder y de la resistencia al sistema de dominación imperante.
Por eso quiere distinguir al intelectual clásico que juzga el comportamiento de sus conciudadanos desde un lugar de libertad, que critica al poder en nombre de los oprimidos, que se sostiene en valores universales o en ideología totales, de otra figura desde la que intenta llevar a cabo un nuevo análisis en base a la idea de especificidad, rescatando la categoría de intelectual.
No dice “profesional”, sino intelectual, ya que con este término se evoca una figura enfrentada al poder, pero en este caso, no situada en un lugar independiente, sino adscripto a un orden social que lo emplea, le paga, y le hace formar parte del engranaje material de la producción social.
Recordemos que Sartre, concebía la crítica político-cultural desde el punto de vista de lo que llamaba “compromiso”, y éste sólo podía ser ejercido sobre la base de una libertad inalienable derivada de la consciencia no refugiada en la mala fe.
Esta consciencia es la consciencia del escritor. Sin duda, que la rebelión ante la impostura del poder puede provenir de otras áreas de la cultura, pero lo que le dio el aura de personaje singular, es el que proviene del talento en el oficio literario.
Podemos explicar esta selección diciendo que no es extraño que la crítica política y social, tenga su simbolismo principal en el lenguaje articulado, más que en el pictórico, el musical, o el algorítmico, y como lógica consecuencia quienes se ocupan del oficio de escribir y son reconocidos por sus logros en el mismo, deberían ser quienes en primera instancia tienen los recursos de expresarse en lo relativo a las cuestiones políticas en sentido amplio.
Foucault cambia el ángulo de mira del análisis. Nos dice que este lugar de escritor libre no es el que incidirá en el futuro sobre la relación entre el saber y el poder. Quienes estarán con mayor capacidad de intervención en los juegos del poder serán aquellos que trabajan como agentes institucionales de áreas estratégicas en las que se producen conocimientos. Son ellos los que están bajo la sujeción de la jerarquía institucional y corporativa, y son ellos los eslabones que tienen la posibilidad de trabar el funcionamiento global, y son quienes pueden ejercer la resistencia al mandato vertical, de limitar la fuerza del dinero y discutir con poder propio los objetivos de las estrategias político-militares.
Dice Foucault: “ El intelectual era por excelencia el escritor, conciencia universal, sujeto libre, se oponía a aquellos que no eran más que competentes al servicio del Estado o del Capital (ingenieros, magistrados, profesores). Desde el momento en que la politización se opera a a partir de la actividad específica de cada uno, el umbral de la escritura, como marca sacralizante del intelectual, desaparece; y pueden producirse entonces lazos transversales de saber a saber;de un punto de politización al otro; así los magistrados y los psiquiatras, los médicos y los trabajadores sociales, los trabajadores de laboratorio y los sociólogos, pueden cada uno en su lugar propio y mediante intercambios y ayudas, participar en una politización global de los intelectuales”.
Luego Foucault agrega que la literatura de la década del sesenta inspirada en las hiperteorías de la semiología, la semiótica, la lingüística, el psicoanálisis lacaniano, al producir un sinnúmero de obras literarias muy mediocres, ya mostraba que la actividad del escritor no era un centro activo.
Considera que el físico atómico Oppenheimer es la bisagra entre el intelectual universal y el intelectual específico. Fue un científico perseguido por el poder político no por el discurso general que enunciaba sino por detentar un saber que podía poner en peligro los intereses dominantes.
Esta inquietud no sólo respecto de los efectos de la investigación científica, sino de la producción y del control de los conocimientos en nuestras sociedades, puede extenderse a varias áreas. La llamada sociedad de conocimiento no hace más que actualizar la ingerencia cada vez mayor de quienes producen saber y nuevas técnicas en cuestiones que conciernen al poder de los estados y de los imperios económicos. La web permite que esta producción pueda tener una relativa autonomía en relación a las corporaciones. Las ciencias de la vida ocupan el lugar de las ciencias de la fisión nuclear de hace medio siglo, y la preocupación que se ha hecho disciplinaria con el desarrollo de la bioética, busca respuestas morales a encrucijadas en la que las preguntas que nos vienen de antaño, desde el árbol del bien y del mal, la hybris griega, el Fausto romántico o el deber kantiano, se le agregan otras que son parte de la lucha política de nuestros días.
Los especialistas en ecología, en la ingeniería genética, los analistas de sistemas –vemos el rol de wikileaks en la perturbación que produce en los secretos del poder -, son muestras de que el intelectual como figura que interpela a la comunidad de la que forma parte sobre las cuestiones que atañen a la distribución y al ejercicio del poder, puede adoptar nuevas formas.
Esta idea de las nuevas intervenciones críticas de los intelectuales específicos que ponen en tela de juicio cuestiones puntuales de una microfísica del poder en el sitial ocupado tradicionalmente por un intelectual literario universal que sopesa concepciones del mundo o ideologías totalizadoras, me ha llevado a pensar en otro tipo de asociaciones.
En nuestro medio es muy usual el empleo de la categoría de “pensador”. Se supone que jerarquiza a alguien que se use ese calificativo que inevitablemente nos evoca a Rodin, es decir a un ser de bronce. A muchos habitantes del campo llamado intelectual les gusta que los llamen pensadores. Se sienten depositarios de un saber profundo, de una visión de águila, de ser conocedores de lo que nadie ve, y de una serie de atributos risueños propios de una aldea en la que todos nos conocemos.
Ser un pensador acerca a su portador a una función pastoral, en ciertos casos les permite adoptar una lengua y un tono rabinoide, otras un evangelismo episcopal, en ocasiones puede adoptar la preceptiva de los dietélogos o la pulcritud jurídica. Un pensador no transpira, habla pausado y tiene el talento de redondear frases.
Sin embargo, estimo que podemos llamar pensadores a personas bastante más interesantes. Son quienes desde su mundo propio y en forma escrita, desde el arte, las ciencias, la política, la ciencia, reflexionan sobre su propia práctica, a veces a través de ensayos, diarios, entrevistas, cartas, autobiografías, logrando de este modo, extender la ejecución de sus tareas específicas hacia horizontes culturales amplios, y crear así espacios de pensamiento. Daniel Baremboin hace de sus textos sobre la música y las relaciones entre arte y política, una meditación vigorosa y sutil, que concentra nuestra atención. Pessoa y sus personajes, en especial el Soares del Libro del desasosiego, Fellini, Artaud, Schulz, Gombrowicz, Fernando Fader, Glenn Gould, Auden, Veyne, Martinez Estrada, Macedonio Fernández, Borges, muchos son aquellos que abren con sus escritos senderos de pensamiento. No anuncian con trompetas ni con la ayuda de heraldos: acá va una idea! No aseguran que las ideas son formas de la argumentación. No necesitan saturar con disquisiciones cíclicas la paciencia del lector. Las ideas – vieja palabra nunca en desuso – no vienen en la forma de argumentos, hipótesis, postulados, axiomas, o formalismos que nos permiten ingresar en el paraíso de la demostración. Las ideas pertenecen al universo del pensamiento. Cuando digo pensar, marco una distinción con el saber y con el creer. Se piensa cuando no se sabe, y cuando no se cree. El pensar no tiene la pulsión de conquista del saber ni el apego salvífico de la creencia. Es distancia, tangente, recorrido, rodeo, laberinto. No hay género para el pensamiento. Dijo Nietzsche: no hay que creer en lo que uno piensa. Nada más absurdo que ser nietzscheano, o foucaultiano, o husserliano.
Cuando se dice que la filosofía es una caja de herramientas, y que el uso de lo que hay en ellas es lo que vale, no estamos hablando de una funcionalidad técnica, sino del hecho de que no hay templo de las ideas, y que sólo vale el trajín cuyo dios – debemos otorgarle aunque fuere una divinidad para que Panteón celestial no quede desierto – tiene nombre; es Hefaistos, el terrestre, maestro mayor de obras. El herrero.
Si el intelectual es quien a través de sus funciones específicas interpela a su comunidad, y pide poner el foco de atención en una zona por lo general ensombrecida por los aparatos de poder y las autoridades del saber, que enfocan la atención colectiva en el lugar que les conviene, y desplazan las sonoridades silenciando unas cosas a favor del ruido en otras; si el pensador nos cambia el registro del pensamiento y crea un espacio fuera de la lengua habitual del paradigma analítico, el filósofo lleva a cabo su tarea entre ambos, entre los intelectuales y los pensadores.
El filósofo reflexiona sobre su propia práctica, todo el tiempo lo hace. El inquirir acerca del quehacer de la filosofía, de la identidad que lo singulariza, de la finalidad que persigue, de la pertinencia o la inutilidad de su tarea, es propia de toda la historia de la filosofía. Es así desde los inicios en la aurora griega, cuando los límites entre filosofía y sofística eran intercambiables a pesar de los esfuerzos de Platón para que no fuera así. Tradición en la que los modelos de la medicina y la geometría pretendían a una hegemonía epistémica. La filosofía no es una cosa, claro, pero es algo, un algo que se escribe con diálogos, tratados, máximas, sumas, confesiones, sistemas, aforismos, fábulas, poemas, ensayos.
El filósofo es un intelectual porque interpela a su comunidad, y lo hace remitiéndose a la tradición filosófica. Su modo de expresión y las referencias, remitan a una historia en la que los grandes hombres y los grandes nombres de la filosofía aparecen y son objeto de innumerables reelecturas.
Se pregunta sobre su práctica, desplaza el centro de atención de sus conciudadanos, y les rinde homenaje a los herederos de Sócrates.
Pero decir que el filósofo es un intelectual y un pensador en el sentido del que hemos hablado, plantea algunos problemas.
Uno es el de saber si es un intelectual específico. Creo que no lo es. A pesar de Foucault, la especificidad de la filosofía no existe. Hasta tal punto no existe, que el mismo Foucault cuando le preguntan si existe la filosofía dice que no sabe si verdaderamente existe algo así como la filosofía, pero que estima que, efectivamente, sí existen los filósofos. Lo mismo podemos decir de la pintura, de la ciencia, y del arte. En una ocasión dice que su labor consiste en hacer intervenciones históricas en la filosofía, y también intervenciones filosóficas en la historia. Bellas identidades por lo fugaces, transitorias e inestables.
Pero lo que sí rescato en la noción de intelectual en todos los sentidos, tradicional y específico, su disconformismo esencial. Me refiero a su carácter no gregario a pesar de ser comunitario. No es lo mismo una colectividad que un rebaño, no al menos en lo que implica un ente colectivo con labores intelectuales.
El trabajo filosófico en tanto intelectual requiere dificultades, escollos. Sin problemas no hay pensamiento consistente. Pero los problemas no son sólo los que enumera en sus circunloquios la ruminación analítica. No todo depende de los vaivenes entre realismo, nominalismo, idealismo, naturalismo, universalismo, comunitarismo. La historia de la filosofía es generosa, hay lugar para la escolástica, para los creyentes en la filosofía, los hegelianos o aristotélicos, heideggerianos, para los juegos de la lógica y para la metafísica de las costumbres, por ahí no pasa una línea de demarcación. Por donde sí pasa es por las formas del orden del discurso, de acuerdo a la terminología de Foucault. Por el aparato de censura. Éste no sólo actúa desde el Estado en las dictaduras, sino en los cuerpos organizados de la cultura que conciben un espacio cultural como el vestuario de un club. Lo que se habla en el vestuario no debe salir de él. Están los de afuera que son enemigos. Marcan una trinchera, se juntan entre ellos mismos, y dicen que así ingresa la política en el mundo de la cultura. Así conciben lo que llaman áreas de conflictividad. Una sociedad compuesta por vestuarios encerrados en sí mismos en cuyas puertas dice prohibida la entrada a los no socios o personas ajenas al club.
Los de afuera son ninguneados, silenciados, sus libros no son comentados, sus obras no mencionadas, no son invitados al club porque son de la izquierda paleolítica, de la nueva derecha, neoliberales, cómplices y sospechados, petardistas, etc. Abundan las sectas en la Argentina. Dominan muchos ámbitos. Se reparten los premios. Usan los recursos que no son de ellos, para ellos. Seleccionan los jurados. Lo hemos visto en las facultades durante años, imponiendo una concepción estéril y mezquina de la filosofía. Son espíritus débiles escondidos bajo las frazadas, que usan los nombres de la historia para posar como lo hacen los figuretis que se ponen al lado de algún famoso.
No tienen la fortaleza intelectual de quienes organizan verdaderos colectivos de filosofía que puede reunir kirchneristas, simpatizantes del Pro, troskistas, liberales, o sin identidad política conocida, o en encuentros en el que presentan sus ideas filósofos analíticos, foucaultianos, nietzscheanos, pragmatistas, marxistas, en el que la sola regla es que cuando el otro habla uno se calla, y uno se calla cuando el otro habla. Luego sí la discusión frontal entre gente con opiniones diferentes.
No por amor a la diversidad, espíritu de tolerancia, o la paz en los recreos, que pueden valer por sí mismos, pero no es suficiente. Sino por la ética del intelectual que es buscar al contradictor. Sin él el filósofo es nada ni nadie. Necesitamos del obstáculo, de la palabra que interrumpe nuestro soliloquio, y cuando más temible mejor para nuestro pensamiento. Eso nos falta en la Argentina porque, además, nunca sobra.
Tony Judt y Edward Saïd hablaron de tener una actitud tangencial respecto de las posiciones propias. Richard Rorty hablaba de contingencia e ironía. Michel Foucault del pensamiento del afuera. Gilles Deleuze del rizoma y de la línea de fuga. Son todas ventanas, para continuar con esta imagen retomada por el pensador Jean Baptiste Pontalis cuando escribía sobre su práctica psicoanalítica.
Del pensador la meditación sobre el oficio; del intelectual, la interpelación a la comunidad. Del filósofo la búsqueda de las dificultades. Entre los tres discurrimos.
Vía: tomabra.wordpress.com
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