jueves, 21 de julio de 2011

La obligación del pensamiento [Sobre Eichmann y Hannah Arendt]




Hace cincuenta años, el director de logística de las deportaciones de judíos en la Alemania nazi, Adolf Eichmann, enfrentaba a sus víctimas durante uno de los juicios más relevantes del siglo XX. Por encargo del New Yorker, la filósofa judíoalemana Hannah Arendt estaba allí. El libro que escribió, Eichmann en Jerusalén, no ha perdido vigencia para entender el lado más pobre y banal de la condición humana.


Por: Hernán Darío Caro

En la noche del 11 de mayo de 1960 Ricardo Klement bajó del bus que tomaba cada día desde la fábrica local de la Mercedes-Benz en que trabajaba como soldador, hasta su casa en un infeliz suburbio de Buenos Aires. No había caminado cien metros cuando dos hombres salieron de la nada y le saltaron encima, lo levantaron bruscamente del suelo al que había caído por el pánico de la sorpresa y lo montaron en un carro que se había detenido frente a ellos segundos antes. En el coche, los hombres amordazaron al aterrorizado Klement, le vendaron los ojos, le amarraron los brazos, las piernas, y le advirtieron que si gritaba o hacía un movimiento en falso le reventarían allí mismo la cabeza de un balazo. Con voz serena, acaso aliviada, Klement les aseguró en alemán, su lengua materna: “Ya me he entregado a mi destino”.

Lo transportaron hasta una casa a las afueras. Lo desnudaron, lo examinaron cuidadosamente. Por fin, bajo su axila izquierda los hombres hallaron lo que parecían estar buscando: la sombra de un tatuaje, común entre los miembros de la SS nazi, que no había logrado ser eliminado del todo. Le preguntaron entonces cuál era su nombre. Klement respondió —innecesariamente, por lo demás— : “Adolf Eichmann”.

La historia es conocida. Adolf Eichmann (1906-1962), criminal de guerra nazi, fue el responsable de la muy bien aceitada logística de?la deportación masiva de judíos hacia los guetos y los campos de exterminio del Tercer Reich en Europa Oriental. Desde 1941 sabía de las órdenes de liquidar a la población judía europea. En 1942 había atendido la Conferencia de Wannsee, en la que se determinó que la “Solución Final” a la llamada “cuestión judía” habría de ser, sin mayores rodeos, el exterminio sistemático del pueblo judío. Al finalizar la guerra logró evadir a la justicia aliada y en 1950 emigró a Argentina usando el alias de Ricardo Klement.

Los hombres del Mosad, el temible servicio secreto de Israel, que secuestraron a “Klement” en Buenos Aires, se hallaban tras su pista desde hacía varios años. Después de algunos días de cautiverio, Eichmann aceptó ser juzgado por la justicia israelí. El 20 de mayo de 1961 los agentes volaron ilegalmente con su botín a Israel, en donde entre abril y agosto Eichmann fue procesado en una corte de Jerusalén y, según el patrón aplicado a varios de los acusados en los juicios de Núremberg quince años antes, condenado a morir en la horca el 31 de mayo de 1962.

Sin duda, entre los asistentes al muy sonado juicio, la más interesante fue la pensadora política judíoalemana Hannah Arendt (1906-1975).

En una serie de reportajes escritos para el New Yorker y publicados luego bajo el célebre título Eichmann en Jerusalén: un reporte sobre la banalidad del mal (1963), Arendt describió y examinó meticulosa, y no pocas veces cáusticamente, diferentes aspectos del desarrollo del proceso: el tribunal donde se realizaban las audiencias, la atmósfera popular y mediática circundante, la historia de la carrera del acusado (correspondiente a algunos de los momentos estelares de la política de exterminio nazi), las personas de los jueces, del abogado defensor, del fiscal y, claro está, de Eichmann mismo. Si alguna obra de la historia de las ideas ha hecho honor a aquel estimulante género cinematográfico llamado courtroom drama (Matar un ruiseñor, Doce hombres sin piedad, Kramer vs. Kramer, etc.), esa es Eichmann en Jerusalén.

Para el público general el reportaje es la obra más notable de Hannah Arendt. Y quizá, en este caso, el público general esté en lo correcto: para Arendt misma, el libro y sus polémicas consecuencias significaron un punto de giro en su vida intelectual. Pero más relevante aún: la obra ofrece una vista privilegiada de la maquinaria interna del motivo fundamental de la actitud vital de Hannah Arendt: un obstinado compromiso con la actividad de pensar.

La inquieta

La vida de Hannah Arendt es uno de aquellos apasionantes destinos intelectuales del brillante y tenebroso siglo XX europeo, cuyo deceso llorara Tony Judt en su magnífica colección de ensayos Reappraisals (2008; en castellano: Sobre el olvidado siglo xx), que contiene una pieza estupenda sobre Arendt.

Nacida en el seno de una familia judía, Arendt estudió bajo la batuta de algunos de los pensadores más relevantes de su tiempo: los filósofos Martin Heidegger, Edmund Husserl y Karl Jaspers, y el teólogo Rudolf Bultmann. Muy pronto se interesó por el sionismo y por una pregunta presente en toda su obra: ¿qué significa ser judío?

En 1933 se trasladó a París, experimentó los primeros sabores del horror nazi — la Gestapo y el campo de concentración— y en 1941 logró emigrar a los Estados Unidos con su segundo esposo. Allí vivió hasta su muerte, enseñó en varias universidades y se convirtió en una de las más inquietas y reconocidas intelectuales del siglo XX gracias a sus numerosos artículos de análisis político y a libros como Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958) o La vida del espíritu (1978). Se ha dicho con mucha razón, y cada vez con mayor confianza desde que a inicios de nuestro siglo se diera una verdadera explosión de interés por su obra, que Arendt es una pensadora crucial para cualquiera que quiera comprender la traumática historia del siglo xx y crea que el propósito del pensamiento es iluminar el mundo que nos rodea.

Eichmann en Jerusalén, hasta hoy un texto ampliamente sugestivo a causa de lo controversial de sus tesis, fue la obra que más contribuyó a la notoriedad inmensa e incómoda de Arendt.

Hannah Arendt se encontraba entre quienes cuestionaban la legitimidad de que Israel, no una corte internacional, juzgara crímenes cometidos no solo contra los judíos sino contra la humanidad. Por otra parte, en muchos pasajes Arendt describe cómo los líderes judíos cooperaban con el transporte a los campos de concentración y se pregunta por qué esos líderes no habían opuesto resistencia a las deportaciones o al menos intentado dificultarlas. Y finalmente, Arendt plantea la pregunta sobre cómo juzgar la criminalidad del Holocausto según normas legales y morales tradicionales, y sobre la dificultad de atribuir responsabilidad moral por tan espeluznantes eventos a burócratas que actuaban bajo órdenes en un Estado totalitario.

Estos cuestionamientos ofendieron de manera formidable a la opinión pública judía, pues suge-?rían que los líderes de las comuni-dades judías de Europa Oriental compartían la responsabilidad por la aniquilación. La gigantes-ca controversia ocasionada por el reportaje marcó el rompimiento definitivo de Arendt con el sionismo y, en gran medida, con el establishment israelí (la primera traducción hebrea del libro solo fue públicada cuatro décadas después del juicio). Y se puede decir, sin temor a exagerar, que aquella controversia dura hasta nuestros días. Críticos de las maneras belicistas de Israel se han referido muchas veces a los dilemas éticos que el texto aborda, y en los medios alemanes los cuestionamientos legales y morales de Arendt fueron alusión constante durante la reciente polémica en torno al asesinato de Osama Bin Laden por parte de los Estados Unidos. Ya veremos qué papel jugarán, al menos en la imaginación, durante el venidero juicio contra Ratko Mladíc.

La ira

Ahora bien, más sugestivas, más discutidas, más subversivas que las que produjeron la ira sionista, son las observaciones de Hannah Arendt sobre Eichmann y la naturaleza de los males que éste representaba.

Ya al inicio del libro, Arendt constata un hecho inquietante: Eichmann no era un pervertido, ni un sádico, ni un demente, tampoco la manifestación terrenal de una aberrada entidad demoniaca. Era un tipo bastante normal (lo dice Arendt y lo dicen los videos del juicio en You Tube), un diligente funcionario preocupado por hacer bien su trabajo (“no dejaba duda alguna de que habría asesinado a su propio padre si hubiera recibido la orden de hacerlo”). ¿Cómo explicar que este hombre hubiese estado involucrado directamente en los crimenes más chocantes de la historia? La respuesta de Arendt, que es el hilo conductor filosófico del reporte, es ya un lugar común. Y sin embargo es necesario revisitarla, pues en ella reposa, ni más ni menos, el quid del asunto.

Eichmann, sostiene Arendt, era incapaz de pensar.

Aparte del hecho de que nunca hubiese puesto en duda el discurso nazi (un autoengaño que el pueblo alemán mismo se había impuesto con gusto) y sus medidas asesinas, Arendt percibió en Eichmann otros rasgos más sutiles que darían fe de la “grotesca necedad” que permitió que aquel nimio individuo fuera pieza esencial del Holocausto.

En primer lugar, el persistente uso de clichés, de frases prefabricadas, para hablar de su pasado y sus acciones, tras las cuales, según Arendt, había tanto como esto: nada. Un ejemplo puerilmente siniestro son las últimas palabras de Eichmann, calcadas imbécilmente de las oraciones fúnebres: “Después un rato, caballeros, volveremos a encontrarnos. Es el destino de todos los hombres. Larga vida a Alemania, Argentina y Austria. Jamás las olvidaré”.

Segundo, las torpes contradicciones en las que Eichmann caía al hablar de sus propias creencias religiosas o políticas o legales o morales, o de su responsabilidad en algún hecho durante la guerra; contradiciones que hacían sospechar que Eichmann jamás había reflexionado sobre qué estaba haciendo.

Tercero, el atributo más determinante del carácter de Eichmann: la “casi total incapacidad de mirar algo desde la perspectiva de otra persona”, de ponerse en los zapatos de tan sólo una de sus millones de víctimas. Pero también,?y ante todo, la incapacidad de, por decirlo así, “salir de sí mismo” y observarse actuando.

Eichmann no era un monstruo moral. Y por carecer de una “profundidad demoniaca” el mal que cometió resulta irritante y, siguiendo el mil veces rumiado subtítulo del reporte de Arendt, banal. Aquella falta de pensamiento, esa escalofriante distancia de la realidad, esa especie de estar sin estar —y no una propensión luciferina o una deficiencia de programación del ser humano— sería lo que predispuso a Eichmann a no poner jamás en cuestión sus propios actos. En esa medida, el verdadero drama tras el juico a Eichmann no es ?Eichmann, sino los peligros reales que la ausencia de pensamiento es capaz de provocar.

Cuestionar todo

Más allá de cuán discutibles sean —y lo son— las tesis de Arendt sobre el mal y sobre la colaboración judía o la legitimidad del juicio, es necesario observar que todas manifiestan la misma raíz: la apuesta radical por el pensamiento, por no tragar entero, por no tomar como obvias las categorías convencionales de explicación ni la autoridad de institución alguna. Este compromiso rabioso con el pensamiento es el motivo centra —ciertamente como motivación, pero más importante como actitud intelectual— de la figura de Hannah Arendt.

Hace poco fue publicada en español una apasionante colección de cartas y entrevistas en torno a la biografía de Arendt, Lo que quiero es comprender (Trotta, 2010), que evidencia bien cómo aquel compromiso atraviesa toda la vida y la obra de Hannah Arendt.

Hablando con el periodista y político alemán Günter Gaus dice Arendt: “Me pregunta por la efectividad. Es —si puedo hablar irónicamente— una pregunta masculina. Los hombres se preocupan terriblemente por causar efectos; pero en cierta medida yo observo eso desde afuera. ¿Yo misma influir? No, lo que quiero es comprender. Y si otras personas comprenden… entonces siento una satisfacción que es como una sensación de hogar…”

Se ha criticado a Arendt no haber construido un sistema filosófico; haber examinado problemas desde distintas perspectivas que no excluían la ambigüedad e incluso la contradicción. La ambición de comprender, de no darse por servida con una versión definitiva, parece poder explicar la intranquilidad del pensamiento de Arendt. Como muchos han sostenido, después de la experiencia del terror de los Estados totalitarios Arendt creía que no era ya deseable hacer caber el mundo en un sistema filosófico conclusivo. La teoría política se había convertido para ella en una herramienta para tratar de dar sentido al mundo y a la forma en que actuamos, no en un esquema inmarcesible para explicar de una vez por todas.

Pero también intuímos en el libro, a través de las bellísimas cartas a Jaspers, que decisiones como la de no aceptar ser miembro permanente de alguna universidad en Estados Unidos o Alemania surgieron del mismo espíritu de independencia. Incluso la respuesta de Arendt, también a Gaus, de que no se consideraba a sí misma una filósofa sino una pensadora política va en la misma dirección. Tras ver a Arendt “desde adentro”, no sorprende que haya leído a Eichmann no como la personificación del mal, sino al mal como la personificación de la irresponsabilidad frente a la obligación de pensar.

Así, tampoco sorprende —y sí entusiasma— que despachara magistralmente a su amigo Gershom Scholem, el erudito judío que la había acusado de traicionar a su pueblo, con las palabras: “Lo que a usted lo confunde es que mis argumentos y mi forma de pensar no son predecibles. O en otras palabras: que soy independiente. Y con ello quiero decir, por una parte, que no pertenezco a organización alguna y siempre hablo en nombre propio; y por otra parte, que de lo que se trata es de pensar por sí mismo”.


Vía: www.revistaarcadia.com

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