martes, 5 de julio de 2011

Filósofos de la calle: El ladrido de Diógenes

En el siglo IV antes de Cristo, una anti-escuela de pensadores, que reivindicaba el incesto y el albedrío de los parias, sacudió los dogmas retóricos de Atenas. Una relectura de su legado satírico es oportuna para esta era de discurseos.

Por Cristina Ferrer


Era vagabundo. Se hacía llamar “el perro”. Podía morder y ladrar al mismo tiempo. No dudó en desafiar a Alejandro Magno. Lo habían expulsado de la ciudad de Sínope. Decía de sí mismo que vivía sin ciudad, sin hogar; es el autor de la categoría de “ciudadano del mundo”. Era hijo de un falsificador de dinero. A los 18 años viajó hasta el oráculo de Delfos para hacer una pregunta descarada: “¿Qué debo hacer para volverme famoso?”. La Pitonisa le respondió con un acertijo: “Cambia el valor de la moneda”. Reconoció de inmediato que las palabras, cápsulas instantáneas que condensan la hipocresía, la vanidad y el sermón dogmático, circulan aun más que el metal acuñado. Y que de los labios, afilados como navajas, también brota la franqueza, un antídoto cortante.

¿Existieron verdaderamente los cínicos? No quedaron obras de estos filósofos, apenas un ramillete de anécdotas recopiladas cuatro siglos más tarde por Diógenes Laercio en su Vida de los filósofos. Hegel escribió despectivamente: “De Diógenes, sólo pueden contarse historias”. ¿Sólo eso? Su resonancia ha sido larga y sus reapariciones en los iluministas, los anarquistas y Nietzsche, significativas. En 1983, un año antes de morir, Michel Foucault dictó unas conferencias en Berkeley sobre la parrhesia, el “hablar libremente y sin tapujos” de los griegos. En ellas identificó las condiciones morales asumidas por los filósofos cínicos: quien dice la verdad está en situación de inferioridad frente al interlocutor, siempre afronta un peligro, el cual acepta como deber moral. En ese mismo año, el alemán Peter Sloterdijk publicaba su Crítica de la razón cínica, un notable análisis del cinismo antiguo y del moderno: el primero, inteligencia activa y oxigenante; el actual, último travestimiento de la falsa conciencia luego de la “muerte de las ideologías”. Juan José Saer incluyó en El arte de narrar una poesía luminosa sobre la pedagogía cínica. Hoy el francés Michel Onfray publica Cinismos (en Paidós), una reivindicación de Diógenes que es tanto una crítica del discurso teórico solemne como una celebración del vínculo entre cuerpo y saber.

Dos milenios y medio después el nombre de Diógenes sobrevive, transportando en el tiempo la historia de los filósofos cínicos (literalmente “perrunos”), cultores de un arte de vivir más que de un sistema de pensamiento que perduró hasta el fin del Imperio Romano. Carecían de sólidos fundamentos teóricos, y esta cuña radical los separó de las demás sectas filosóficas. Para invalidar “la falsa moneda” desplegaron una sabiduría práctica y en el propio ejemplo vital fundieron teoría y práctica, lo público y lo privado. Estos perros de la calle, que ganaban su sustento apelando a una mendicidad espectacular, insistieron en que la filosofía era camino de autosuficiencia, facetado de los atributos del carácter y apego a la simplicidad a fin de eludir el insaciable afán de objetos, reconocimiento o poder. Pensaban problemas para poder vivir bien y no para salpimentar la oratoria de “bien decir”, y aun menos de mundos verdaderos inasequibles al profano. Pues la búsqueda abstracta de conocimiento conduce a la inflación de saberes inútiles para la vida o a creerse lo que uno mismo dice: al concepto universal y a la autoadulación. Imperturbables ante las tentaciones, austeros a fin de dedicar más tiempo a la reflexión, desvergonzados para poder criticar los estándares de decencia colectivos, los cínicos enseñaron que el acoso ético a los conciudadanos promueve la purga de falsas necesidades y retóricas huecas, malezas artificiales de la ciudad.

El tono cínico es “alto”, provocativo, satírico, anticonformista. Tanto escrutaban el comportamiento de los ciudadanos como lo impugnaban con ferocidad. Su talento para la réplica sagaz era legendario, pues los perros a la deriva reconocen los ritmos melifluos del discurso interesado mejor que sus equivalentes domésticos. Si algo los distinguía era su terapia lingüística, afilada e irreductible, destinada a depurar a la gramática del exceso moralista, la charlatanería necia, la demagogia política y el discurseo de sus colegas filósofos. No recurrían a la perorata, la filípica o al método socrático, sino a palabras escasas pero precisas: el filo de la lengua basta para derrumbar edificios conceptuales. Decían —anticipándose a los mitos actuales de la comunicación— que hablar mucho profundiza la incomprensión y que decir la verdad es incompatible con la opinión pública. Justamente por eso recorrían la ciudad zahiriendo a los lenguajes pomposos o hipócritas. Eran escandalosos, pero disponían de una firme audibilidad entre sus convecinos, que apreciaron la poderosa fuerza moral que se desgaja del encastre entre franqueza y despojamiento personal. La verdad es hoy relato verosímil o clave científica; para los cínicos, la inflorescencia natural de la actividad existencial. Estos frutos ásperos madurados al rescoldo de una intensa crisis cultural comprendieron que el lazo entre sinceridad, democracia y poder estaba roto, y que ya nadie sabía reconocer quién dice la verdad. Es fácil entender por qué la cultura popular de su momento se apropió de sus historias: personajes de esa suerte son muy estimados en tiempos de indecisión colectiva sobre la calidad de las propuestas que circulan en el ámbito público.

El interés de Michel Onfray en los cínicos es libertario y pagano. Le permiten promover a la filosofía como saber operativo, una estilística de la existencia cuyos objetivos son el mejoramiento reflexivo de la persona y la felicidad. A su vez, los retoma como modelos de “desobediencia civil” a fin de apoyar su propio proyecto de hostilización de las instituciones, particularmente las académicas, tarea que continuaría con su Políticas del rebelde. Publicado en francés en 1990 y recién traducido al castellano, su Cinismos pretende restituir la frescura original de este pensamiento. Se diría que Diógenes es un personaje literario, y quizás por eso, una figura memorable que de vez en cuando aflora en ciertas obras a la manera de un géiser. El gesto cínico siempre fue contagioso porque en sus enseñanzas vigorosas e irreverentes late algo atemporal. Es una actitud necesaria, pues la historia de los pensadores sin humor ya es demasiado larga.


Vía: elciudadano.cl

1 comentarios:

Buen texto. Me gustaría que la autora abundara (en otra ocasión, desde luego)sobre las relaciones que hay entre Diógenes y Nietzsche, las cuales, me parece, estriban en la mencionada crítica de lo valores.

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