Muchas prácticas actuales se sostienen sobre la base de la Presunta neutralidad ética. La falta de libros y de debate sobre Valores condena la ética casi a lo políticamente incorrecto.
POR DIANA COHEN-AGREST
Estimado lector, lo desafío a que se someta a una prueba. Para mayor precisión, lo invito a ingresar en el sitio web de alguna de las librerías más importantes del país. Si el azar (o el buscador, “que no es lo mismo pero es igual”, como canturrea Silvio Rodríguez) lo conduce, como de la mano, a la misma que visité, y busca en las novedades clasificadas por tema, descubrirá que, a juzgar por ese catálogo, mientras durante la primera mitad de 2011 salieron a la venta siete libros de psicoanálisis y nueve de historia argentina, se publicaron sólo dos de “ética moral filosofía práctica”, según la clasificación temática caprichosamente mencionada –tal vez por esa economía del lenguaje de estos tiempos, sin coma ni guiones. Y de esos dos, uno de ellos es sobre una disciplina tan reciente que su presentación comienza advirtiendo que “la práctica del coaching ontológico nace en el ámbito de la ética y pertenece a él”, como si se tuviera que mostrar su certificado de bautismo para convencer a los descreídos que se trata de ética, nomás. Si por añadidura, toma en cuenta que el mercado editorial local lanzó durante 2010, 22.781 títulos nuevos, sin contar las reediciones y reimpresiones, esa cifra tan exigua de libros de la disciplina, apenas un par de títulos, más que una estadística, es un síntoma. ¿Cuál es su etiología? ¿A qué se debe que, por ejemplo, nos inunden de libros de periodismo de investigación o de historia reciente y que la ética, tan vieja como el mundo o, cuando menos, como Los Diez Mandamientos o la Etica a Nicómaco escrita por Aristóteles, no sólo no figure en la lista de best-séllers sino que ni siquiera, según parece, merezca ser honrada destinándosele un anaquel independiente en las librerías “de carne y hueso” (por decirlo de un modo impropio pero ilustrativo)? La ética parece ser, por lo visto, una dimensión difícil de reconocer e interrogar, a menudo enmascarada en otros campos del saber, invisibilizada por otros discursos disciplinares. Pero ese reduccionismo conceptual, tan naturalizado en nuestro medio que por lo general se lo pasa por alto, olvida la especificidad de la disciplina: las obras de ética política las más de las veces son ordenadas junto a las de ciencias sociales o a las de ciencias políticas. Y si tratan de ética empresarial, seguramente serán ubicadas junto con las obras de marketing, en anaqueles a la vista o, en la Babel virtual, en páginas seguramente más buscadas y mejor ranqueadas.
En el discurso coloquial, sucede a menudo que cuando se pronuncia la palabra “ética”, damos por descontado que la conversación derivará inmediatamente hacia la palabra “corrupción”, como si las cadenas asociativas migraran de un término a otro sin solución de continuidad. Y en el discurso mediático, en el peor de los casos la ética forma parte de la propaganda política y de la comunicación publicitaria que abusan de ella para cubrir con cierta pátina honorable sus discursos.
Pero es notorio que no se trata de una instrumentación meramente idiomática: numerosas prácticas se sostienen en cierta neutralidad ética que se ampara en el uso y abuso de una retórica que oculta una asimilación de las categorías éticas a las psico o sociopatológicas. Ya no se habla coloquialmente de un acto injusto, sino de un “acto perverso”. “¿No hemos relegado los odios colectivos a los libros de historia y enviado las maldades individuales a que las vean los psicólogos? –se interroga el filósofo francés André Glucksmann en El discurso del odio–. Todo se explica, se comprende, se excusa. El pedófilo es víctima de una infancia desgraciada; el asesino de ancianas arguye una perentoria necesidad de dinero; los violadores de barriada son hijos de la desocupación”. Y en ese desplazamiento conceptual se obtura toda reflexión ética en torno de las problemáticas en juego. Prescindente de la reflexión crítica, ese corrimiento clausura cualquier consideración que tenga en cuenta cualquier discurso expresado en términos de valores o principios que, de ser mencionados, parecen ser cuando no ingenuos, sospechosos y hasta políticamente incorrectos.
Ese lenguaje olvidado es rescatado en una de las dos “rarezas” catalogadas en el rubro “ética moral filosofía práctica” a la que me condujo el buscador. Breviarios de ética, de Osvaldo Guariglia y Graciela Vidiella, nos invita a recorrer los vericuetos de la disciplina, ofreciendo una introducción actualizada y motivadora. Tal vez uno de los tópicos que más se presta a una lectura paralela –reveladora de las dificultades locales en la recepción y el análisis de las categorías éticas–, se descubra en las páginas consagradas a la llamada ética de la virtud, teoría de linaje aristotélico aunque rescatada por propuestas contemporáneas en su combate contra el relativismo y el subjetivismo moral: en nuestro medio, hablar de virtudes (la generosidad, la valentía, la sinceridad...), por el desconocimiento mismo de los fundamentos teóricos que las sustentan, resuena como una retórica utópica en comparación con otros abordajes posibles en uso.
Confrontados a este reduccionismo, a este síntoma que trasciende los registros discursivos, no es un tema menor restituirle a la ética –como disciplina plural en la que convergen una multitud de enfoques enriquecedores– el lugar que en nuestro medio no sólo perdió como abordaje teórico-práctico sino como eje rector que ha de guiar las conductas privadas y públicas.
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