Por: William Ospina
EN RESPUESTA A MI RECIENTE COlumna "Nuestra edad de ciencia ficción", mi amigo el filósofo Juan Manuel Jaramillo ha escrito un texto alarmado que denuncia mis ataques sacrílegos a la sociedad tecnológica.
Juan Manuel nos recuerda que vivimos en la edad de la técnica y que ello es ineluctable. Pero no es eso lo que a mí me preocupa. Más me abruma la pasividad con que se vive ese fenómeno. Todos sabemos que ni siquiera asombro logran ya en los jóvenes esos modelos nuevos de teléfonos celulares cada vez más sofisticados, cada vez más táctiles, cada vez más efímeros. Ellos sólo quieren tenerlos ya y cambiarlos pronto.
Vivimos una época que convierte los mayores prodigios en realidades anodinas. Cosas que a los sabios de otro tiempo paralizarían de asombro, las recibimos entre la indiferencia y el tedio, y la industria las utiliza apenas como señuelo para hacernos consumir más.
Yo igual me dedicaría a cantar las alabanzas de tanto esplendor si no pudiera ver de antemano en el horizonte de la época el basurero en que convertirá al mundo la exquisita sociedad industrial. En rigor, antes de los materiales sintéticos y radiactivos nunca habíamos producido basura de verdad: todo entraba de nuevo en los ciclos de la naturaleza. Detritus humanos, residuos vegetales, papeles y cartones, escombros, nada de eso era verdaderamente oneroso para el mundo. Ahora es distinto y más vale que los filósofos y hasta los profesores de filosofía empiecen a preocuparse.
Según mi crítico yo olvido que vivimos en un sistema complejo e ingenuamente echo la culpa a los artefactos del modo de vivir de la época. Por supuesto que no son los discos compactos los que hacen que cada vez nos reunamos menos a conversar y a cantar; por supuesto que no son los televisores los que nos encierran a cada uno en una celda de egoísmo; por supuesto que no son los teléfonos celulares los que van haciendo que sólo lo distante valga la pena, y que sólo los ausentes sean dignos de atención, ya que sólo son sonidos y señales luminosas, en tanto que los que están presentes son cada vez más estorbosos: no nos dejan concentrarnos en la pantalla.
Al filósofo lo alarma que yo alce mi voz contra la admirable era tecnológica. Y yo quiero decirle que la verdad es que no soy tan peligroso. Ni siquiera detesto la era tecnológica, sólo expreso mi inquietud y mi llamado a la cautela ante sus pretendidas excelencias, y digo que valdría la pena ser prudentes frente a sus seducciones y vigilantes frente a sus maravillas. Pero quiero además que el profesor advierta la desigualdad de condiciones en que yo, de acuerdo con su interpretación, me bato contra la era tecnológica.
Ésta tiene a su favor no sólo todo el capital, todos los medios, todo el saber de las universidades, todo el arsenal de las industrias, todo el respaldo de los ejércitos y toda la veneración de la humanidad, sino también los elogios gratuitos de algunos filósofos como él, que candorosamente piensan que la tecnología necesita defensores contra unos escasísimos críticos que ni siquiera negamos su poder y su importancia, sino que apenas intentamos recomendar un poco de cautela ante su fuerza invasora y avasalladora.
Esa fuerza magnánima nos lleva en sus aviones al otro extremo del mundo (si tenemos dinero para pagarlo), pero también arroja bombas sobre ciudades con escuelas y hospitales; esa fuerza nos embriaga con sus espectáculos, pero también nos envenena con sus pesticidas; nos halaga con su publicidad opulenta y tentadora, pero sabe encadenarnos a sus casinos y a su consumo desaforado, a la vez que nos asfixia en su smog; lleva a nuestros hogares productos estupendos (si tenemos con qué comprarlos), pero hace avanzar eficientemente los basureros planetarios, llenos de empaques innecesarios, de la peste de las bolsas plásticas, de esas cosas que hoy son la moda y mañana la escoria; ilumina en la noche hogares y fuentes, comercios y parques con la energía de sus centrales atómicas, pero también destila sus aguas radioactivas hacia la sima sin testigos de la fosa oceánica.
Juan Manuel piensa que yo estoy arrojando un “anatema al Renacimiento, a la Ilustración, o al progresista y catastrófico siglo XX”. Según su imagen me voy “lanza en ristre contra el desarrollo tecnológico”, y de ese modo me muestra como un Quijote todavía más loco que don Quijote. Éste se batía en su delirio contra molinos de viento, que son gigantes concretos de aspas peligrosas, pero atacar a lanzazos una entidad tan abstracta como “el desarrollo tecnológico”, más que una necedad es un imposible.
En realidad, Juan Manuel, lo único que hago es opinar, criticar, utilizar el privilegio de la reflexión que nos dejaron el Renacimiento y la Ilustración, para decir que no toda novedad es un progreso y que no todo artefacto ingenioso nos beneficia. “La duda, decía alguien, es una de las formas de la inteligencia”. Qué raro que todo un filósofo piense que su capacidad reflexiva debe usarse mejor en refutar a los que dudan, que en meditar sobre las complejidades de la época. Qué raro que no considere su deber examinar los peligros que comporta tanto saber unido a tanto poder, tantos conocimientos aliados con tanta sed de lucro, tanto esplendor abrazado con tanto egoísmo.
Vía: El Espectador.com
Vivimos una época que convierte los mayores prodigios en realidades anodinas. Cosas que a los sabios de otro tiempo paralizarían de asombro, las recibimos entre la indiferencia y el tedio, y la industria las utiliza apenas como señuelo para hacernos consumir más.
Yo igual me dedicaría a cantar las alabanzas de tanto esplendor si no pudiera ver de antemano en el horizonte de la época el basurero en que convertirá al mundo la exquisita sociedad industrial. En rigor, antes de los materiales sintéticos y radiactivos nunca habíamos producido basura de verdad: todo entraba de nuevo en los ciclos de la naturaleza. Detritus humanos, residuos vegetales, papeles y cartones, escombros, nada de eso era verdaderamente oneroso para el mundo. Ahora es distinto y más vale que los filósofos y hasta los profesores de filosofía empiecen a preocuparse.
Según mi crítico yo olvido que vivimos en un sistema complejo e ingenuamente echo la culpa a los artefactos del modo de vivir de la época. Por supuesto que no son los discos compactos los que hacen que cada vez nos reunamos menos a conversar y a cantar; por supuesto que no son los televisores los que nos encierran a cada uno en una celda de egoísmo; por supuesto que no son los teléfonos celulares los que van haciendo que sólo lo distante valga la pena, y que sólo los ausentes sean dignos de atención, ya que sólo son sonidos y señales luminosas, en tanto que los que están presentes son cada vez más estorbosos: no nos dejan concentrarnos en la pantalla.
Al filósofo lo alarma que yo alce mi voz contra la admirable era tecnológica. Y yo quiero decirle que la verdad es que no soy tan peligroso. Ni siquiera detesto la era tecnológica, sólo expreso mi inquietud y mi llamado a la cautela ante sus pretendidas excelencias, y digo que valdría la pena ser prudentes frente a sus seducciones y vigilantes frente a sus maravillas. Pero quiero además que el profesor advierta la desigualdad de condiciones en que yo, de acuerdo con su interpretación, me bato contra la era tecnológica.
Ésta tiene a su favor no sólo todo el capital, todos los medios, todo el saber de las universidades, todo el arsenal de las industrias, todo el respaldo de los ejércitos y toda la veneración de la humanidad, sino también los elogios gratuitos de algunos filósofos como él, que candorosamente piensan que la tecnología necesita defensores contra unos escasísimos críticos que ni siquiera negamos su poder y su importancia, sino que apenas intentamos recomendar un poco de cautela ante su fuerza invasora y avasalladora.
Esa fuerza magnánima nos lleva en sus aviones al otro extremo del mundo (si tenemos dinero para pagarlo), pero también arroja bombas sobre ciudades con escuelas y hospitales; esa fuerza nos embriaga con sus espectáculos, pero también nos envenena con sus pesticidas; nos halaga con su publicidad opulenta y tentadora, pero sabe encadenarnos a sus casinos y a su consumo desaforado, a la vez que nos asfixia en su smog; lleva a nuestros hogares productos estupendos (si tenemos con qué comprarlos), pero hace avanzar eficientemente los basureros planetarios, llenos de empaques innecesarios, de la peste de las bolsas plásticas, de esas cosas que hoy son la moda y mañana la escoria; ilumina en la noche hogares y fuentes, comercios y parques con la energía de sus centrales atómicas, pero también destila sus aguas radioactivas hacia la sima sin testigos de la fosa oceánica.
Juan Manuel piensa que yo estoy arrojando un “anatema al Renacimiento, a la Ilustración, o al progresista y catastrófico siglo XX”. Según su imagen me voy “lanza en ristre contra el desarrollo tecnológico”, y de ese modo me muestra como un Quijote todavía más loco que don Quijote. Éste se batía en su delirio contra molinos de viento, que son gigantes concretos de aspas peligrosas, pero atacar a lanzazos una entidad tan abstracta como “el desarrollo tecnológico”, más que una necedad es un imposible.
En realidad, Juan Manuel, lo único que hago es opinar, criticar, utilizar el privilegio de la reflexión que nos dejaron el Renacimiento y la Ilustración, para decir que no toda novedad es un progreso y que no todo artefacto ingenioso nos beneficia. “La duda, decía alguien, es una de las formas de la inteligencia”. Qué raro que todo un filósofo piense que su capacidad reflexiva debe usarse mejor en refutar a los que dudan, que en meditar sobre las complejidades de la época. Qué raro que no considere su deber examinar los peligros que comporta tanto saber unido a tanto poder, tantos conocimientos aliados con tanta sed de lucro, tanto esplendor abrazado con tanto egoísmo.
Vía: El Espectador.com
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