martes, 17 de mayo de 2011

La Homosexualidad, vista desde la filosofía. 1ª Parte


Escribe: Brent L. Pickett 
Traduce: R. Freda 

Brent Pickett se doctoró en la Universidad de Colorado en Boulder y es profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Estatal de Chadron, en Nebraska. Este artículo suyo, cuyas virtudes son la falta de apasionamiento y el pensamiento riguroso, figura en la entrada “homosexualidad” de la Enciclopedia de Filosofía online de la Universidad de Stanford. Es una reseña atenta, concisa, comprensiva y coherente de los problemas filosóficos que plantea la homosexualidad hoy. Está actualizado al 6 de agosto del 2002 y fue traducido e impreso por expresa autorización del autor. Sólo tengo para objetarle la sinonimia de las palabras “género” y “sexo” en contextos donde se hace referencia al cuerpo (hubiera preferido que se reservase “género” para los aspectos socioculturales), pero esto es usual en la mayoría de los autores de lengua inglesa. (R. F.)

Homosexualidad

El término “homosexualidad” fue acuñado a fines del siglo XIX por un sicólogo alemán, Karoly M. Benkert. Aunque el término es nuevo, las discusiones sobre la sexualidad en general (y sobre la atracción del mismo sexo en particular) han ocasionado un debate filosófico que va desde “El Simposio” de Platón hasta la teoría “queer” contemporánea. La historia de las formas en que cada cultura intenta comprender la atracción del mismo sexo es relevante para los temas filosóficos suscitados por esas mismas formas de comprender; por lo tanto, es necesario reseñar brevemente algo de la historia social de la homosexualidad. Surgiendo de la historia (al menos en Occidente) aparece la idea de que la ley natural y algunas interpretaciones de esa ley prohíben el sexo homosexual. Las referencias a la ley natural siguen jugando todavía un papel importante en los debates contemporáneos sobre homosexualidad en la religión, en la política e incluso en los juzgados. Finalmente, quizás el cambio social reciente más significativo de todos los concernientes a la homosexualidad sea la emergencia del movimiento de liberación gay en Occidente. En los círculos filosóficos este movimiento está representado, en parte, por un grupo bastante diverso de pensadores, que se agrupan bajo el rótulo de “teoría queer”(1). Un tema central entre los que propone la teoría queer, sobre el que discurriremos más abajo, es la determinación de si la homosexualidad (y por lo tanto también la heterosexualidad y la bisexualidad), es construida socialmente, o si está impulsada puramente por fuerzas biológicas.

I. Historia

Como se ha hecho notar frecuentemente, los antiguos griegos no tenían términos o conceptos que correspondan a la dicotomía contemporánea de ‘heterosexual’ y ‘homosexual’. Hay un venero de material de la Antigua Grecia que se refiere a temas de la sexualidad, que va desde los diálogos de Platón, tales como el Simposio, hasta obras de teatro de Aristófanes, pasando por trabajos artísticos y vasijas griegas. Lo que sigue es una breve descripción de las actitudes hacia la homosexualidad características de la Grecia Antigua, pero es importante reconocer que había variación regional. Por ejemplo, en partes de Jonia había restricciones generales contra el eros del mismo sexo, en tanto que en Elis y Beocia (e.g., Tebas) se lo aprobaba e incluso se lo celebraba (cfr. Dover, 1989; Halperin, 1990).

Probablemente la presunción más frecuente que se hace sobre la orientación sexual es que las personas pueden responder eróticamente ante la belleza de cualquiera de los dos sexos. Diógenes Laercio, por ejemplo, escribió que Alcibíades, el general y político ateniense del siglo V A. C., “en su adolescencia apartaba a los maridos de sus esposas, y en su juventud a las esposas de sus maridos.” (Citado en Greenberg, 1988, 144) Algunas personas se destacaban por tener interés exclusivo en personas de un único género(2). Por ejemplo, Alejandro el Grande y el fundador del estoicismo, Zenón de Citio, eran conocidos por tener interés exclusivo en muchachos adolescentes(3) y otros hombres. Estas personas, sin embargo, generalmente son pintadas como excepciones. Más todavía: el asunto de a cuál género se siente uno atraído es considerado un tema de gusto o preferencia, y no un tema moral. Un personaje del Erotikos (Diálogo sobre el Amor) de Plutarco arguye que “el noble amante de la belleza se implica en el amor dondequiera que ve excelencia y espléndidas dotes naturales, sino tener en consideración ninguna diferencia en detalle fisiológico.” (Ibid., 146) El género se vuelve simplemente un “detalle” irrelevante, y en lugar de él lo que es supremamente importante es la excelencia en carácter y belleza.

Aunque el género al que uno se sentía eróticamente atraído (en cualquier momento específico, dada la presunción de que es probable que las personas se sientan atraídas a personas de ambos sexos) no resultaba importante, otros temas sí sobresalían, como el ejercicio de la moderación. También eran de la más alta importancia las preocupaciones referentes al estatus social. Dado que solamente los hombres libres tenían estatus social pleno, las mujeres y los esclavos varones no eran parejas sexuales que generasen problemas. El sexo entre hombres libres, sin embargo, era problemático por causa del estatus. La distinción central en las relaciones sexuales de los antiguos griegos radicaba en tomar el papel insertivo o activo, versus el papel pasivo o penetrado. El rol pasivo era aceptable solamente para los inferiores, tales como las mujeres, los esclavos o los varones jóvenes que no eran todavía ciudadanos. De aquí proviene que el ideal cultural para una relación del mismo sexo fuera la relación entre un hombre mayor, probablemente en su veintena o treintena, conocido como el erastés, y un adolescente cuya barba todavía no había comenzado a crecer, el eromenos o paidika. En esta relación había un ritual de cortejo, que impli-caba regalos (tales como un gallo), y otras normas. El erastés tenía que mostrar que sentía por el adolescente un interés más noble que el puramente sexual. El muchacho adolescente no debía someterse con demasiada facilidad, y si era cortejado por más de un hombre, debía mostrar discreción y elegir al más noble. También hay evidencia de que a menudo se evitaba la penetración haciendo que el erastés se pusiera cara a cara con su amado y colocara el pene entre los muslos del eromenos, lo que se conoce como sexo intercrural. La relación debía ser temporaria y debía terminar cuando el muchacho adolescente llegara a la adultez (Dover, 1989). Continuar en un rol de sumisión cuando uno ya debería ser un ciudadano igual a los demás se consideraba algo preocupante, aunque ciertamente había muchas relaciones del mismo sexo entre varones adultos, las que eran bien conocidas pero no estaban fuertemente estigmatizadas. Por esto, aunque el rol pasivo se consideraba problemático, sentirse atraído por los varones era a menudo tomado como signo de masculinidad. A los dioses griegos, tales como Zeus, se les atribuían historias de hazañas amorosas del mismo sexo, como también a otras figuras clave en el mito y la literatura griegos, tales como Aquiles y Hércules. Platón, en el Simposio, arguye en favor de que un ejército se forme con amantes del mismo sexo. Tebas había formado un regimiento de este tipo, la Banda Sagrada de Tebas, que tenía quinientos soldados. En el mundo antiguo fueron renombrados por su valor en la batalla.

En su forma de comprender la atracción del mismo sexo, y de modo más general en su forma de comprender todos los temas sexuales, la antigua Roma presenta muchos paralelos con la antigua Grecia. Sin embargo, bajo el Imperio la sociedad romana lentamente se volvió más negativa en sus puntos de vista sobre la sexualidad, probablemente a causa del tumulto social y económico, lo que ocurrió incluso antes de que la Cristiandad se volviese influyente.

Existe un debate enconado acerca de cuál es la actitud del Nuevo Testamento hacia la se-xualidad en general, y hacia la atracción del mismo sexo en particular. John Boswell arguye, en su fascinante libro Cristiandad, Tolerancia Social y Homosexualidad que muchos pasajes que hoy se toman como condenaciones de la homosexualidad se refieren en realidad a la prostitución, y también que donde se describen los actos con el mismo sexo como “antinaturales” el significado está vinculado con lo ‘fuera de lo ordinario’ y no con lo inmoral (Boswell, 1980, cap. 4; véase también Boswell, 1994). Sin embargo otros han criticado (a veces de modo persuasivo) la erudición de Boswell (véase Greenberg, 1988, cap. 5). Resulta claro, sin embargo, que si bien la condena de la atracción hacia el mismo sexo es marginal en los Evangelios y en el resto del Nuevo Testamento aparece solamente de modo intermitente, los tempranos padres de la Iglesia Cristiana fueron mucho más explícitos y claros. En sus escritos hay horror a todo tipo de sexo; pero en unas pocas generaciones tales opiniones se hicieron más permisivas, en parte, sin duda, a la preocupación práctica de cómo reclutar conversos. Al llegar los siglos IV y V, la opinión cristiana dominante y aceptada [mainstream] hacía una concesión en cuanto al sexo procreativo.

Este punto de vista (que el sexo procreativo dentro del matrimonio está permitido, en tanto que cualquier otra expresión de sexualidad es pecaminosa) puede ser encontrado, por ejemplo, en San Agustín. Esta forma de comprender el sexo conduce a una preocupación por el género de la pareja que no se encuentra en ideas griegas o romanas previas, y prohíbe claramente los actos homosexuales. Pronto esta actitud, especialmente hacia el sexo homosexual, llegó a reflejarse en el Derecho Romano. En el Código de Justiniano, promulgado en el año 529, las personas que se implicaban en sexo homosexual debían ser ejecutadas, aunque se podía perdonar a quienes se arrepentían. Los historiadores están de acuerdo en que el Imperio Romano tardío presenció un aumento de la intolerancia en relación con la sexualidad, aunque también esta vez hubo importantes variaciones regionales.

Con la declinación del Imperio Romano, que fue reemplazado por varios reinos bárbaros, prevaleció en Europa (con la única excepción de la España visigótica) una tolerancia general de los actos homosexuales. En las palabras de un erudito eminente, “el derecho secular europeo contuvo pocas medidas contra la homosexualidad hasta mediados del siglo XIII.” (Greenberg, 1988, 260). Incluso a pesar de que algunos teólogos cristianos continuaban denunciando la sexualidad no procreativa (que incluía los actos entre personas del mismo sexo) en los siglos XI y XII se desarrolló, especialmente entre los clérigos, una literatura homófila (Boswell, 1980, capítulos 8 y 9).

Sin embargo, desde la última parte del siglo XII hasta el siglo XIV se produjo un agudo incremento de la intolerancia hacia el sexo homosexual, lo que se dio juntamente con la persecución de los judíos, musulmanes, herejes y otros. Aunque las causas de este fenómeno siguen hasta cierto punto sin estar claras, es probable que el creciente conflicto de clases y el movimiento de reforma gregoriana de la Iglesia Católica hayan sido dos factores importantes. La Iglesia misma comenzó a echar mano de una concepción en la que la “naturaleza” es la norma estándar de la moralidad, y la llevó de modo tal que prohibía el sexo homosexual (así como el sexo extramarital, el sexo no procreativo dentro del matrimonio, y a menudo la masturbación). Por ejemplo, en 1179 el Tercer Concilio Luterano, que fue el primer concilio ecuménico que condenó el sexo homosexual, estableció que “Quienquiera que se descubra que ha cometido esa incontinencia que va contra la naturaleza” recibiría castigo, cuya severidad dependería de si el transgresor era un clérigo o un laico (citado por Boswell, 1980, 277). Esta apelación a la ley natural (sobre la que se discurre más abajo) se volvió muy influyente en la tradición occidental. Sin embargo, un punto importante que debe resaltarse es que la categoría clave aquí es el ‘sodomita’, lo que difiere de la idea contemporánea de ‘homosexual’. De un sodomita se entendía que lo definían los actos, y no que era un tipo de persona. Alguien que tenía deseos de implicarse en la sodomía, pero que no actuaba siguiendo esos deseos, no era un sodomita. Además, también quienes se implicaban en sodomía heterosexual eran sodomitas. Hay informes de personas que fueron llevadas a la hoguera o decapitadas por sodomía con su cónyuge (Greenberg, 1988, 277). Finalmente, quien se había implicado en sodomía pero se había arrepentido de su pecado y hacía votos de no hacerlo nunca más dejaba de ser un sodomita. Nuevamente, el género de la pareja no era de importancia decisiva, aunque algunos teólogos medievales eligen y destacan a la sodomía del mismo sexo como el peor crimen sexual.

Durante los varios siglos que siguieron, las leyes de Europa contra el sexo homosexual fueron severas en sus penalidades. Sin embargo, su puesta en práctica fue episódica. En algunas regiones pasaban décadas sin que hubiera enjuiciamientos. Con todo, los holandeses en la década del treinta del siglo XVIII montaron una dura campaña antisodomita (juntamente con un programa antigitano), donde incluso usaron torturas para obtener confesiones. Por lo menos un centenar de hombres y muchachos adolescentes fueron ejecutados y se les negó sepultura (Greenberg, 1988, 313-4). El grado en el que la sodomía y la atracción sexual del mismo sexo era aceptadas variaba también de acuerdo con la clase: la clase media adoptaba el punto de vista más estrecho, mientras que la aristocracia y la nobleza a menudo aceptaban la expresión pública de sexualidades alternativas. A veces, incluso con el riesgo de castigos severos, florecían en las ciudades subculturas orientadas hacia el mismo sexo, aunque a veces existían solamente para ser suprimidas por las autoridades. En el siglo XIX hubo una significativa reducción en las penalidades legales aplicadas a la sodomía. El Código Napoleónico la decriminalizó, y con las conquistas de Napoleón ese Código se difundió. Yendo más allá, en muchos países donde el sexo homosexual siguió siendo un crimen, el proceso de irse apartando de la pena de muerte, que se fue haciendo general en ese tiempo, llevó habitualmente a que la sodomía fuera borrada de la lista de ofensas capitales.

En los siglos XVIII y XIX el marco abiertamente teológico ya no era dominante para el discurso sobre la atracción del mismo sexo. En su lugar se volvieron cada vez más comunes los argumentos e interpretaciones seculares. El dominio secular que probablemente tuvo más importancia en el discurrir sobre homosexualidad fue la medicina, que incluía a la sicología. A su vez, este discurso se vinculaba con consideraciones sobre el estado y su necesidad de población creciente, buenos soldados y familias intactas, marcadas por roles de género claramente definidos. Las cortes convocaban a médicos para examinar a los acusados de crímenes sexuales (Foucault, 1980; Green-berg, 1988). Al mismo tiempo, el espectacular incremento en las tasas de asistencia a la escuela y en el promedio de tiempo que se pasaba en la escuela redujo el contacto intergeneracional y por consiguiente también redujo la frecuencia del sexo intergeneracional. Se hizo habitual que las relaciones del mismo sexo se dieran entre personas de aproximadamente la misma edad.

Resulta claro que el aumento de prestigio de la medicina provino en parte de que la ciencia se hizo cada vez más capaz de explicar los fenómenos naturales basándose en la causación mecanicista. La aplicación de este punto de vista a los seres humanos condujo a explicar la sexualidad como algo innato o impulsado biológicamente. El voluntarismo de la forma en que los medievales comprendían la sodomía, que afirmaba que los sodomitas elegían el pecado, dejó paso a la idea moderna de que la homosexualidad es una característica profunda y no elegida de las personas, no importa si actúan o no de acuerdo con su orientación. La noción de “sodomita latente” no hubiera tenido sentido, pero de acuerdo con esta nueva concepción sí tenía sentido decir de una persona que era un “homosexual latente”. En lugar de propugnar que los actos específicos definían a la persona, como lo hacía la visión medieval, a la categoría moderna de “homosexual” se le adscribió una dotación íntegra de rasgos físicos y mentales, generalmente descrita como en cierto modo defectuosa o patológica. Aunque había precursores históricos de estas ideas (e.g., Aristóteles dio una explicación fisiológica de la homosexualidad pasiva), la medicina les dio mayor exposición y credibilidad públicas (Greenberg, 1988, cap.15). El efecto de estas ideas se hizo sentir de un modo conflictivo. Como, de acuerdo con esta opinión, la homosexualidad no es elegida, tiene menos sentido criminalizarla. Las personas no están eligiendo cometer malas acciones. Sin embargo pueden estar expresando su estado mental enfermo o patológico, y por lo tanto es adecuado contar con intervención médica para procurar su cura. Como consecuencia los médicos, especialmente los siquiatras, hicieron campaña por la derogación o reducción de las penalizaciones criminales en relación con la sodomía homosexual consensual y al mismo tiempo intervinieron para “rehabilitar” a los homosexuales. También buscaban desarrollar técnicas para impedir que niños y niñas se volvieran homosexuales, argumentando por ejemplo que la masturbación infantil causaba homosexualidad, por lo cual se debía vigilar cuidadosamente a los niños y niñas para evitarla.

En el siglo XX los papeles sexuales fueron redefinidos una vez más. Por una variedad de razones, las relaciones premaritales lentamente se volvieron más comunes y eventualmente llegaron a ser aceptables. Con la declinación de las prohibiciones referidas al sexo por placer, incluso fuera del matrimonio, se hizo más difícil construir argumentaciones contra el sexo gay. Estas tendencias fueron particularmente fuertes en la década del sesenta y fue en este contexto que el movimiento de liberación gay comenzó su recorrido. Aunque los grupos de derechos gays y lésbicos ya llevaban décadas de existencia, el abordaje en sordina adoptado por la Sociedad Mattachine (bautizada así a imitación de una sociedad secreta medieval) y las Hijas de Bilitis no logró ganar mucho terreno.

Todo cambió en las primeras horas de la mañana del 28 de junio de 1969, cuando los clientes de un bar gay del Greenwich Village de Nueva York, el Stonewall Inn, iniciaron una revuelta después de una razzia policial. Como consecuencia de ese evento comenzaron a organizarse grupos gays y lésbicos en todo el país. Se fundaron clubes de Gays Demócratas en todas las ciudades principales y una cuarta parte de todos los campus universitarios llegaron a tener grupos de gays y lesbianas (Shilts, 1993, ch.28). Las grandes comunidades gays urbanas se volvieron habituales en las ciudades, de costa a costa. La Asociación Siquiátrica Norteamericana (American Psychiatric Association, APA) borró a la homosexualidad de su listado oficial de desórdenes mentales. La visibilidad incrementada de gays y lesbianas se ha vuelto un rasgo permanente de la vida norteamericana, a pesar de dos retrocesos críticos: la epidemia de SIDA y una poderosa reacción antigay (para una buena reseña, véase Berman, 1993). La era post-Stonewall también ha presenciado cambios destacables en la Europa Occidental, donde se ha vuelto algo común dero-gar las leyes antisodomítas y garantizar la igualdad legal en relación con gays y lesbianas.

II. Ley Natural

Hoy en día la teoría de la ley natural ofrece la defensa intelectual más común que se usa para justificar el dar tratamiento diferencial a gays y lesbianas y como tal merece atención. El desarrollo de la ley natural es una historia muy larga y complicada, pero es razonable comenzar con los diálogos de Platón, porque es en ellos donde resultan articuladas por primera vez algunas de sus ideas centrales y (lo que es muy significativo) se las aplica inmediatamente al dominio sexual. Para los sofistas, el mundo humano es el reino de la convención y el cambio, y no la verdad moral inmutable. En contraste, Platón argüía que las verdades inmutables subyacen en el flujo del mundo material. La realidad, incluyendo las verdades morales eternas, es asunto de physis. Aunque es evidente que hay un grado amplio de variedad en las convenciones de una ciudad a la otra (los antiguos griegos se fueron haciendo cada vez más conscientes de ello), sigue todavía existiendo un estándar no escrito, o ley, bajo el cual deben vivir los seres humanos.

En las Leyes, Platón aplica al sexo la idea de una ley natural fija, y adopta una línea de pensamiento mucho más severa que la que sigue en el Simposio o el Fedro. En el Libro Primero escribe que los actos sexuales del sexo opuesto causan pla-cer por naturaleza, en tanto que la sexualidad del mismo sexo es “antinatural” (636c). En el Libro Octavo, el ateniense considera cómo lograr que se acepte ampliamente que se dicte legislación que prohíba los actos homosexuales, la masturbación y el sexo procreativo ilegítimo. Después afirma que esta ley está de acuerdo con la naturaleza (838-839d). Probablemente el mejor modo de entender el modo de discurrir de Platón aquí es en el contexto de su interés general por la parte apetitiva del alma y por averiguar cuál es el mejor modo de controlarla. Platón ve con claridad que las pasiones del mismo sexo son especialmente fuertes y por lo tanto particularmente problemáticas, aunque en el Simposio esa atracción erótica puede ser la base de una vida dedicada a la filosofía, y no a la baja sensualidad (cfr. Dover, 1989, 153-170; Nussbaum, 1999, esp. capítulo 12).

Otras figuras jugaron papeles importantes en el desarrollo de la teoría de la ley natural. Aristóteles, con su énfasis en la razón como la función distintiva del ser humano, y los estoicos, con su énfasis en que los seres humanos son parte del orden natural del cosmos, ayudaron ambos a dar forma a la perspectiva de la ley natural que dice que “La verdadera ley es la justa razón en acuerdo con la naturaleza”, para expresarlo en palabras de Cicerón. En su abordaje, Aristóteles admitía que el cambio se producía en concordancia con la naturaleza y por lo tanto el modo mismo en que se corporizaba la ley natural podía cambiar con el tiempo: más tarde Santo Tomás incorporó esta idea en su propia teoría de la ley natural. Aristóteles no escribió mucho sobre temas sexuales, porque estaba menos preocupado que Platón con los apetitos. Probablemente la mejor reconstrucción de sus ideas lo coloca dentro de la opinión dominante y aceptada [mainstream] de la sociedad griega, como la describimos más arriba; el tema principal es el del rol activo versus el rol pasivo y solamente este último era problemático para los que o bien ya son ciudadanos o bien llegarán a serlo. Zenón, el fundador del estoicismo, de acuerdo con sus contemporáneos, solamente se sintió atraído por los hombres, y su pensamiento no incluyó prohibiciones contra la sexualidad del mismo sexo. En contraste, Cicerón, un estoico posterior, era desdeñoso en relación con la sexualidad en general y reservaba algunas observaciones más ásperas para el interés por el propio se-xo (Cicerón, 1966, 407-415).

La más influyente formulación de la teoría de la ley natural fue la de Santo Tomás de Aquino en el siglo XIII. Integró el abordaje aristotélico con la teología cristiana y así enfatizó la centralidad de ciertos bienes humanos, incluyendo el matrimonio y la procreación. Sin bien Santo Tomás no escribió mucho sobre las relaciones del mismo sexo, sí lo hizo extensamente sobre varios actos sexuales que consideraba pecados. Para Santo Tomás, la sexualidad que se da dentro de los límites del casamiento y que ayuda a promover lo que él considera como los bienes distintivos del casamiento (que son principalmente el amor, la compañía y la descendencia legítima) era permisible e incluso buena. Santo Tomás no argumentó sobre si la procreación era una parte necesaria de la moral o si era simplemente sexo; las parejas casadas podían disfrutar del sexo sin tener como motivo el tener hijos, y el sexo en los casamientos donde un integrante es estéril (quizás porque la mujer es posmenopáusica) o donde los dos lo son, también es potencialmente justo (con tal que el motivo sea expresar amor). Hasta este punto la visión de Santo Tomás no descarta necesariamente el sexo homosexual. Por ejemplo, si un tomista tomara partido por el casamiento del mismo sexo, podría después aplicarle el mismo razonamiento, simplemente considerando que la pareja es reproductivamente estéril, pero que sigue siendo una unión plena de amor y compañerismo.

Pero en una jugada significativa, Santo Tomás agrega un requisito: para que un acto sexual dado sea moral debe ser de clase generativa. El único modo en que esto puede ser alcanzado es por vía de la relación vaginal. Es decir que, como solamente la emisión de semen en una vagina puede dar como resultado la reproducción natural, solamente los actos sexuales de ese tipo son gene-rativos, incluso si un acto sexual dado no conduce a la reproducción, e incluso si es imposible debido a la infertilidad. La consecuencia de esta adición es, por supuesto, descartar la posibilidad de que el sexo homosexual pudiera en ningún caso ser moral (incluso si se hiciera dentro de un casamiento amoroso), además de prohibir a las parejas casadas de sexos opuestos cualquier sexo no vaginal. ¿Cuál es la justificación de este importante agregado? Esta pregunta se nos aparece como mucho más apremiante cuando consideramos que Santo Tomás admite que las reglas morales son muy amplias y que, al aplicarse a los individuos, pueden variar considerablemente, ya que también la naturaleza de las personas varía hasta cierto punto. Es decir que, como Santo Tomás admite que las naturalezas de los individuos varían, puede simplemente argumentarse que uno está, por na-turaleza, emocional y físicamente atraído a personas del mismo género que uno y que por lo tanto buscar relaciones del mismo sexo es “natural” (Sullivan, 1995). Infortunadamente, Santo Tomás no especifica cuál es la justificación de su requerimiento generativo.

Sin embargo, para defender el requerimiento del “tipo generativo” hecho por Santo Tomás, algunos teóricos de la ley natural más recientes han intentado seguir un par de líneas de argumentación diferentes. La primera es afirmar que los actos sexuales que implican o bien homosexualidad o sodomía heterosexual o que usan la contraconcepción frustran el propósito de los órganos sexuales, que es el reproductivo. Este argumento, a menudo llamado el “argumento de la facultad pervertida”, quizás está implícito en Santo Tomás. Sin embargo, ha sido blanco de fuertes ataques (véase Weitham, 1997), y los mejores defensores recientes del abordaje tomístico de la ley natural están intentando superarlo (e.g., George, 1999, descarta este argumento). Por supuesto, si sus argumentaciones fallan estos teóricos deberán admitir que algunos actos sexua-les homosexuales son moralmente permisibles (incluso positivamente buenos), aunque todavía tendrán recursos para argumentar en contra del sexo gay (o heterosexual) casual.

Los puntos específicos del segundo tipo de argumento que ofrecen varios teóricos contemporáneos de la ley natural varían, pero los elementos comunes son fuertes (Finnis, 1994; George, 1999). Como todos son tomistas, su argumentación se apoya en gran medida en una enumeración de los bienes humanos. Los dos que más importan para argumentar contra el sexo homosexual (aunque no contra la homo- sexualidad como orientación a partir de la cual no se actúa; por tanto, en esto tales teóricos siguen la doctrina oficial católica; véase George, 1999, cap.15) son la integración personal y el casamiento. La integración personal, en esta visión, es la idea de que los seres humanos, como agentes, necesitan integración entre sus intenciones en cuanto agentes y sus yoes corporizados [embodied selves]. Por esto, usar el cuerpo de uno u otro como un mero medio para el propio placer, como argumentan que sucede con la masturbación, causa “desintegración” del yo [self]. Esto es, la intención de uno entonces es solamente usar un cuerpo (el propio o el de otro) como medio para el fin del placer y esto va en detrimento de la integración personal.

Sin embargo, se podría replicar fácilmente que dos personas del mismo sexo envueltas en unión sexual no implican necesariamente ningún tipo de “uso” del otro como mero medio para el propio placer. Por lo tanto, los teóricos de la ley natural responden que la unión sexual en el contexto de la realización del casamiento en cuanto importante bien humano es la única expresión permisible de la sexualidad. Sin embargo, esta argumentación requiere especificar cómo y por qué el casamiento es un bien importante de un modo tan particular, ya que pone la procreación en el corazón del casamiento, afirmando que es su “completitud natural” (George, 1999, 168). Los teóricos de la ley natural, si quieren dar bases a su objeción contra el sexo homosexual, tienen que enfatizar la procreación. Si, por ejemplo, colocaran en el centro del casamiento el amor y el apoyo mutuo para el florecimiento humano, resulta claro que muchas parejas del mismo sexo cumplirían con este requisito. Por lo tanto, sus actos sexuales serían moralmente justos.

Hay sin embargo varias objeciones que se presentan contra esta explicación, que sostiene que el casamiento es un bien humano central. Una es que al colocar la procreación como la “completitud natural” del casamiento, los casamientos estériles quedan por ello denigrados. El sexo en un casamiento entre sexos opuestos donde los integrantes saben que uno es estéril o que ambos lo son no se ejecuta para la procreación. Y sin embargo con certeza no es malo. ¿Por qué, entonces, el sexo homosexual en el mismo contexto (una unión de compañeros [companionate union] de largo tiempo(4) estaría mal (Macedo, 1995)? La respuesta de la ley natural es que mientras la relación vaginal es un acto sexual potencialmente procrea-tivo, considerado en sí mismo (aunque se admite la posibilidad de que pueda ser imposible para una pareja en particular), los actos sexuales orales y anales nunca son potencialmente procreativos, sean homosexuales o heterosexuales (George, 1999). ¿Pero es esta distinción biológica también relevante en lo moral y del modo que los teóricos de la ley natural presumen que lo es? Los teóricos de la ley natural, en sus debates sobre estos temas, parecen oscilar entre dos posturas. Por un lado, quieren defender un ideal de casamiento como unión amorosa donde dos personas se comprometen a su florecimiento mutuo y en la que el sexo es un complemento de ese ideal. Sin embargo esto abre la posibilidad de sexo gay permisible, o de sodomía heterosexual, y ellos desean oponerse a ambas cosas. Así que tienden a defender una explicación de la sexualidad que parece ser crudamente reduccionista, en la que se enfatiza la procreación hasta el punto de que literalmente resulta imposible permitir un orgasmo de varón en cualquier lado excepto en la vagina de la propia cónyuge amorosa. Y después, cuando se los acusa de ser reduccionistas, retroceden al ideal de casamiento de concepción más amplia.

En el momento presente, la teoría de la ley natural ha hecho concesiones significativas al pensamiento liberal aceptado por la mayoría [mainstream]. Aunque ciertamente en contraste con la formulación medieval, la mayoría de los teóricos contemporáneos de la ley natural argumentan en favor de poner límites al poder gubernamental y no creen que intentar prevenir todos los hechos moralmente malos deba ser interés del estado. Con todo, siguen argumentando contra la homosexualidad y contra las protecciones legales de gays y lesbianas en términos de empleo y alojamiento e incluso llegan al punto de prestar testimonio como testigos expertos en casos judiciales o ayudar a redactar informes de amicus curiae. También argumentan en contra del casamiento del mismo sexo (Bradley, 2001; George, 2001).

Nota del traductor

  1. Término sin equivalente en español. Se pronuncia “cuíer” y en inglés significa “extraño” o “raro”, pero por décadas se usó como insulto con el significado de “homosexual”. En otros textos puede traducirse por “puto”, pero aquí ha sido “resignificado” (si es que esto es posible) para designar una escuela de pensamiento. En la Universidad de Buenos Aires hay un Centro de Estudios Queer.
  2. Aquí, como en el resto del artículo, Pickett usa la palabra “género” como sinónimo de “sexo”, como referencia al cuerpo y a la consecuente división de la especie humana en mujer/varón o hembra/macho.
  3. Dada la ambigüedad etaria de la palabra “boy”, traduzco “muchacho adolescente” para precisar el contexto.
  4. En inglés “longtime companion” es un eufemismo por “cónyuge del mismo sexo”. Se usaba en los avisos fúnebres para avisar la muerte del compañero o compañera de vida.
  5. La palabra “mainstream”, que traduzco con circunloquios; nuestra cultura hispana sigue persistiendo en invisibilizar lo marginal y enfatizar la uniformidad. Por razones políticas (reservo “matrimonio” para la unión religiosa) traduzco “marriage” por “casamiento”. (R.F.)
Vía: Sigla

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