sábado, 27 de agosto de 2011

Sánchez Vázquez, rara avis del marxismo

Todo lo echaste por la borda: libertad, respeto a la
verdad, liberación de la esclavitud económica, pensamiento
metódico y constructivo. Y sólo la infeliz elección
de una palabra, aunque bien intencionada, te cayó
en gracia: ¡Dictadura!

Wilhelm Reich, Escucha pequeño hombrecito

Sin perder los ideales, sin perderlos,
me sentí como Adán cuando, expulsado,
no pudo retener del paraíso
sino tan sólo el cuerpo de su amada.

Enrique González Rojo, El Hereje

Miguelángel Díaz Monges

Entre mis muy parcos aprendizajes durante mis estudios de filosofía se cuenta que titularse en dicha disciplina es cosa tan distante a ser filósofo como licenciarse en letras dista de ser escritor. Todo mundo debería saber, pero no aspiro a que sea así, que filosofía significa amor al conocimiento. Con esa base vale decir que Adolfo Sánchez Vázquez fue un verdadero filósofo.

Discípulo de Ortega y Gasset, durante una juventud demasiado temprana para alcanzar claridad y definición, rompería con él respetuosamente al inclinarse por Hegel y Marx principalmente; pero la ruptura no es tan radical como pretenden las lecturas más ramplonas, pues Sánchez Vázquez abrazó un marxismo humanista que se niega a anular al individuo pensante en pro del bienestar común, mismo que depende –precisamente– del pensamiento y –sobre todo– la praxis individual, por lo que no debe ser limitado y no puede ser anulado. Conservó ciertos principios del Perspectivismo de Gasset y la idea de la circunstancia, entendida como la filosofía a comprender si se quiere comprender la individualidad. Compartió con él y otros filósofos del 98 español el pesimismo humanista que haría de esa etapa del pensamiento ibérico una oscura enmienda quijotesca de la centenaria práctica de combatir molinos. No creo caer en el disparate al afirmar que veía en el idealismo una fuente nutritiva para el materialismo de un marxismo donde la praxis era lo fundamental, pero la praxis movida por la idea, el pensamiento, la reflexión filosófica.

Un detalle nada despreciable de su alejamiento de Ortega y Gasset se ilustra en dos frases que perfilan la actitud que definiría a Sánchez Vázquez durante toda su vida. Ortega había dicho que “la claridad es la cortesía del filósofo”. Magistralmente, su discípulo le enmendó la plana: “La claridad es la obligación del filósofo”. Por esa claridad pudo hacer convivir la máxima estatura intelectual con la docencia eficiente –la que genera conocimiento, método, actitud, discípulos y respeto–. Por esa claridad, a muchos jóvenes que, atraídos por el marxismo leninismo, los “socialismos reales” y las revoluciones autodenominadas marxistas, nos puso en alerta acerca del humanismo perdido en la realización –que no praxis en el sentido puro derivado de la dialéctica hegeliana– de una gran filosofía, impecable en su ontología, su análisis, su ética y su estética. Impecable, si bien discutible, como todo pensamiento que de algo valga. Su estética ilustra tales disidencias: no sólo las obras que elogió o propuso como ejemplos, sino su propia poesía, su excelente obra poética más ligada al Siglo de Oro que a Lukacs o el propio Brecht, dejan claro que el panfleto exaltador de la lucha proletaria no era lo suyo. No lo fue de los comunistas exiliados españoles, que en eso toman una gran distancia con Neruda.

Tras sus estudios con Ortega y Gasset tuvo un efímero paso por las filas del comunismo orgánico en el Partido Comunista Español (PCE). La época, el partido mismo y los más notables intelectuales estaban deslumbrados por la revolución bolchevique. Pese a las advertencias de Trotsky, era temprano para verle los colmillos al lobo y aún se aceptaba a Stalin como una esperanza. Por este devaneo del que Sánchez Vázquez nunca renegó, el exilio español en México había de tacharlo de estalinista. Sin leerlo, como sucede a menudo, pues en su obra no hay sino rebelión contra el totalitarismo, contra el crimen, contra la prohibición del pensamiento y contra la absorción del individuo en la abstracción de la masa proletaria –así en lo ontológico, que poco le importaba, como en lo humano, lo ético y lo estético–. Sánchez Vázquez abandonó el estalinismo, pero sus detractores no abandonaron el prejuicio, eso también es habitual.

Durante la Guerra Civil Española vio, con otros muchos, que los nacionalismos y las rencillas por matices ideológicos actuaban contra la primordial defensa de la democracia, de la praxis que podía salvar a la muy perdida España. Tras la derrota en la guerra, que es ejemplo de la debilidad del intelecto ante la fuerza bruta, se exilió en México, donde en principio estuvo impedido de la praxis de su ideología. Así, ya mexicano y nunca más español salvo por documentos, se entregó a la investigación y la docencia y vivió el marxismo desde el ámbito del pensamiento con una sonrisa triste que desesperaba ante los disparates y monstruosidades que se realizaban en nombre del economista y filósofo alemán. Así, se exilió nuevamente, esta vez dentro de sí mismo. Sus libros y cursos eran como las cartas desde el extranjero del pensador encarcelado.

Se me podría acusar de –en este punto– escribir aventuradamente, pero me baso en testimonios dignos de crédito, porque yo nunca fui formalmente su alumno, nunca tomé una sola clase suya. Lo respetaba y admiraba como todo mundo. Y cuando digo todo mundo no exagero. Un gran maestro británico muy lejano al marxismo, verdadero filósofo él mismo, alguna vez me dijo que hasta tratar a don Adolfo había comprendido qué significaba eso de “El Caballero Español”. Aunque ese caballero ya era mexicano también y se había integrado, mediante años de docencia y muchos títulos publicados, a México y –especialmente– a la UNAM. Nunca participé de su cátedra porque yo me había alejado del marxismo para sumergirme con demencial esfuerzo en los griegos y la filosofía analítica a un tiempo. Naturalmente, volverme loco no me dejaba tiempo para más. Pero recuerdo nítidamente que cada vez que veía al maestro pensaba que en algún momento tendría que tomar un curso con él, que sin eso mi formación habría desperdiciado una oportunidad de las que hay pocas. Muy pocas, lamentablemente. Y lo sabía, y lo postergaba porque ya había leído mucho las más importantes de sus obras. No sé en qué medida exacta, pero en mucha sin duda, Sánchez Vázquez me había hecho mantenerme lejos de dogmatismos, discursos doctrinarios y equívocas justificaciones de crímenes inequívocos. El mismo imán que me atraía a su cátedra era el que me hacía dejarla fuera de mis planes de estudios. Finalmente nunca tomé una sola clase con el maestro del que tanto aprendí.

El imán del que hablo tiene origen en la metalización –copra a puños– de mi espíritu durante la más temprana adolescencia: en esa confusa etapa de la vida en que se es propenso a abrazar ideologías que, mediante sistemas cerrados, petrifican el mundo en sus doctrinas y ofrecen así asideros seguros a la mente extraviada en el caos, el marxismo suplía al Dios y al padre en que creía haber dejado de creer. Fue entonces que, con muy pocos otros, entre ellos Wilhelm Reich –otro marxista que abominó la tergiversación de esa gran filosofía–, Sánchez Vázquez me alertó en sus libros contra el dogmatismo fácil y seguro, contra el discurso doctrinario tan convincente como falaz. Y, a veces, convincente gracias a la prestidigitación magistral de la falacia. Encontrar el camino adecuado tiene su dosis de suerte, y fue suerte leerlo entonces: si después me acerqué a otros pensamientos y filosofías siempre lo hice de una manera crítica, sin esperar de ellos la certeza mística que me hiciera ver como un cosmos este mundo esencialmente caótico.

Entre mis cosas personales tengo dos libros de Sánchez Vázquez con entrañables dedicatorias y un trozo de papel cuadriculado con su nombre y teléfono escritos con su letra. Me lo dio Huberto Batis en la redacción de Sábado, con fingida y bromista indiferencia, mientras me decía:

“Te mandan esto, mano. Que le hables”. No me sorprendí –Octavio Paz, que en tono de mofa le había llamado “el último marxista”, nos había acercado de una manera extraña, cuyo anecdotario vale ser contado más abajo–, pero me emocioné, y eso que mi soberbia juvenil no me permitía emocionarme por casi nada: yo lo merecía todo, creía, aunque el tiempo había de mostrarme que sólo merecía bajarle a mis ínfulas y volver a picar piedra.

Tras la caída del muro, el grandísimo escritor Octavio Paz hizo un encuentro con intelectuales escritores principalmente –de Europa oriental en proceso de liberación –costosa libertad encontraría, pero libertad–. Ingenuamente quizá, pero supongo que valientemente Sánchez Vázquez aceptó la invitación maquiavélica de su “amigo” Octavio. En un ambiente de intelectualidad con rechazo exaltado hasta el odio hacia el marxismo, el leninismo, el estalinismo y el imperialismo soviético, Sánchez Vázquez leyó un escrito donde apuntaba lo que de la filosofía marxista pervivía pese a la traición histórica de los socialismos reales. El centro de su intervención era simple, claro y cierto: el fracaso bolchevique y los fracasos que se derivaron de él con todos sus crímenes, no anulan la validez y vigencia de Marx como filósofo, sólo dan fe de que Marx no sirve para las tiranías. Paz se burló de él con palabras que no contenían verdad alguna y los escritores invitados lo señalaron con el odio que sus vidas destrozadas quizá puede justificar. Aquello fue un linchamiento intelectual ante el que Octavio Paz negó el derecho de réplica a un Sánchez Vázquez cuyo gesto decía claramente “No han entendido nada”.

Si algo se ha criticado y también exaltado del suplemento Sábado de Huberto Batis es que ahí cualquiera podía atacar a cualquiera, y cualquiera podía defenderse. En esa época, la misma en que Sánchez Vázquez publicó su Cuestiones estéticas y artísticas contemporáneas, mucha gente buscaba subirse al carro de Vuelta, lo que implicaba caer en la gracia de Octavio. Cierto trepador que nunca alcanzó ninguna estatura intelectual dedicó una plana completa de suplemento dirigido por Batis a atacar a Sánchez Vázquez –por el libro, pero no al libro– de una forma agresiva, irrespetuosa y sin fundamento alguno. Lo comenté con Batis, que estaba igualmente disgustado. Le dije que replicaría en los mismos términos y estuvo de acuerdo. Hubo un largo debate donde el trepador de marras, a falta de argumentos, afirmó que yo ni siquiera había leído el libro y que Sánchez Vázquez me enviaba a defenderlo. Sólo entonces intervino don Adolfo para confirmar lo dicho por mí: que no me conocía, nunca nos habíamos visto y agradecía mi defensa pero lamentaba la gresca. Terminó ese episodio.

Cuando Huberto me dio el papel con su teléfono le hablé al Maestro. Surgió una amistad curiosa, nutritiva en lo intelectual y distante en lo emotivo: Adolfo Sánchez Vázquez siempre estaba en el plano del arte y la reflexión. Las emociones las dejaba en casa, las reservaba para su gente. Una tarde me lo encontré en la cafetería de la Beneficencia Española. Su mujer, Aurora, agonizaba. Él leía. Lo saludé como el amigo que era y me invitó a sentarme. La conversación no se salió del rígido marco intelectual, pero ese día su voz, sus palabras, sus ojos, su cuerpo emanaban una tristeza infinita. El crepúsculo de Aurora me acercó al ser humano sensible a quien tantos amamos. Estaba con él, en su casa, tras la muerte de esa mujer maravillosa, comentando los faxes y pésames que llegaban a montones. Llegó el de Paz, más que un pésame un telegrama al que no le faltaba ni una de las formas habituales de la cortesía. Por única vez Sánchez Vázquez emitió en mi presencia una opinión, o juicio, acerca de alguien: “Octavio es un hombre muy mezquino”.

La última vez que nos vimos fue en la cafetería de Filosofía y Letras. La amistad ya era humana. Comentábamos diversas cosas y reíamos. De camino al estacionamiento le pregunté si al cabo de toda esa vida suya se sentía traicionado por los socialistas. Me respondió lo que secretamente intuía: no había de qué, nunca había visto que Marx, el verdadero Marx, fuera llevado a la praxis. Sólo lamentaba que no viviría para verlo. Y así fue. La gran mayoría de los marxistas murieron desencantados, decepcionados, tristes. Dejemos a Octavio y sus adoctrinados mofarse en Paz: él murió a la espera del mundo –probablemente utópico– en que la humanidad constituida en individuos construya la entelequia de la justicia social. La justa muerte feliz del último marxista humanista. O quizá no el último.


Vía: etcetera.com

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