Fernando Solana Olivares
Los chamanes, como los físicos cuánticos y los poetas, como los alumbrados y los atentos, creen que el mundo literalmente es una tela de araña. Que la vibración aquí es un impulso allá. Son multidimensionales porque habitan los cinco cuerpos del cuerpo, el físico, el mental, el sutil, el mágico y el espiritual, para cumplir las tareas que emprenden: descubrir objetos perdidos, avanzar hasta la geografía de la muerte y volver para contarla, tomar la enfermedad de los otros y vencerla. Hombres y mujeres medicina.
El tiempo necesita medicinas. Por esa acción de tomar para uno la perturbación de los otros es que Harold Bloom define el psicoanálisis freudiano como la última etapa occidental del chamanismo. Martin Heidegger, sin embargo, despreciaba el psicoanálisis, y los filósofos Franco Volpi y Antonio Gnoli lo llaman “el último chamán” —otros lo han definido como el “rey oculto” de la filosofía. Estos autores (El último chamán, Los libros de Homero, 2009) conversan con Hermann Heidegger, Ernst Jünger, Hans-Georg Gadamer, Ernst Nolte y Armin Mohler sobre aquel pensador terminal que vivió un exilio interior de años en su cabaña montañesa de Todtnauberg después de cometer un error político sumamente costoso: convertirse en rector de la universidad de Friburgo durante el régimen nazi por unos meses y cargar para siempre con tal estigma en su reputación. “Creyó —contó su hijastro— que con la ayuda del nacionalsocialismo podría reformar la universidad.”
Ese error de valoración, como lo llama, se convirtió en algo más perturbador dado el silencio de Heidegger al respecto. Fue miembro del partido nazi hasta el final de la guerra, aunque años atrás se había marchado del cargo y de la vida pública para refugiarse austera, campesinamente, en esos caminos montañosos donde surgían las iluminaciones de su pensar. Nunca se produjo aquel mea culpa que el convencionalismo occidental esperaba, ni siquiera una explicación. Llamó a ese periodo “un error garrafal”, y fue todo. Tal es el motivo de que Heidegger ofenda a tantos.
Los textos especializados consignan que la discusión filosófica sobre el comportamiento del pensador ha derivado a la pregunta de si existe una relación entre su filosofía y la ideología política nazi. El Heidegger para principiantes informa que autores como Richard Wolin, al hacer una lectura política de las afirmaciones filósóficas de Heidegger, creen que (involuntariamente o no) pueden servir a la plataforma conceptual nazi. Si los humanos, como afirma el filósofo de la Selva Negra, son Dasein (su definición del significado del ser humano; literalmente “ser/estar-ahí”), y no poseen una esencia común a todos, entonces no hay razón para esperar que un grupo de Dasein respete los derechos de otro.
“¿Fue Heidegger un sujeto desagradable o, en palabras de un filósofo norteamericano, un alemán tan común y corriente como crédulo?” Esta pregunta de otros autores (LeMay y Pitts) no resuelve la cuestión. Sin duda alguna hubo una inmensa credulidad en él, llamativa en un príncipe nada común del pensamiento como fue, un profundo revisor original que volvió al origen de la filosofía occidental hace más de 2 mil años, la leyó en griego de nueva cuenta (para él ahí estaba el Logos: un lenguaje que mantiene una relación con el Ser, donde las palabras son inseparables de lo que nombran) y la reinterpretó.
El olvido del Ser es característico de nuestra época. Heidegger centró su búsqueda en la existencia del Ser: ¿dónde estaba, cuánto y cuándo se había perdido? Ese Ser, producto y sentido de nuestra existencia humana —Heidegger cambió la certeza cartesiana del “pienso, luego existo”, al “existo, luego pienso”— ha venido siendo sistemáticamente velado según sus reflexiones: primero por las Ideas de Platón, luego por la Sustancia de Aristóteles, después por la Cosa Pensante de Descartes, a continuación por el Imperativo Categórico de Kant y al fin por la Voluntad de Poder de Nietzsche. “Poco a poco —dicen los autores citados— el Ser quedó olvidado detrás de los razonamientos, el cálculo y la lógica”.
El costo de este olvido ha sido la civilización tecnológica, cuyos peligros para Heidegger no consisten solamente en que el mundo de las máquinas destruya el medio ambiente o que sus productos afecten a las sociedades, sino el que su ideología, el pensamiento tecnológico, determine y coarte a los seres humanos haciéndolos aparecer como recursos, les haga creer que lo real es lo disponible, anule otros modos de pensamiento y aleje cada vez más a la humanidad del Ser. Algo que ya ocurre sin cesar.
El hombre, dice Jünger al platicar sobre Heidegger, “este extraño ser que atraviesa el tiempo y que en su lucha con la Nada es llamado a otras dos inevitables pruebas: la duda y el dolor.” La primera, la angustia, la define como “estado de ánimo esencial” del ser humano. El Anarca, un caracter que este escritor crea en su literatura, y que mucho debe basarse en Heidegger, quien “entrando en el bosque” se retira para “comprenderse a sí mismo, enfrenta y vence la angustia, la duda y el dolor.” Se retira de la civilización nihilista e individualmente se salva del Estado burocrático, del Leviatán devorador.
“El mundo se va oscureciendo”, escribió Martin Heidegger en sus años finales. Propuso morar sobre la tierra viviendo una vida poética como acompañante del Ser. Ahí surge una trascendencia no deísta que salva al ser humano de su olvido: el Ser que se esconde delante de uno y sólo puede atisbarse, entreverse y sugerirse en la mismidad de nuestra existencia.
Vía: Milenio.com
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