La posmodernidad; a 30 años de la condición postmoderna de Lyotard
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Adolfo Vásquez Rocca
He aquí unas breves notas en torno a la noción de posmodernidad. Un texto introductorio que intenta dar luz sobre algunos tópicos que se entrecruzan y problematizan a un poco más de 30 años de la publicación de La condición posmoderna [1] de Jean-François Lyotard.
1.- De la destotalización del mundo a la obsesión epistemológica por los fragmentos
Lo que se denomina «posmodernidad» aparece como una conjunción ecléctica de teorías. Esa amalgama va desde algunos planteamientos nietzscheanos e instintivistas hasta conceptos tomados del Pragmatismo anglosajón hasta pasar por retazos terminológicos heideggerianos, nietszcheanos y existencialistas. Se trata, pues, de un tipo de pensamiento en el que caben temáticas dispersas y, a menudo, conjuntadas sin un hilo teórico claro.
El término posmodernidad nace en el domino del arte y es introducido en el campo filosófico hace tres décadas por Jean Lyotard con su trabajo La condición moderna (1983). La noción se ha difundido ampliamente pero en general su uso indiscriminado conduce a confusión, ya que en realidad pueden distinguirse tres actitudes posmodernas.
La primera, la de aquellos que van a la zaga de la escuela neomarxista de Frankfurt; los Habermas, los Adorno, los Eco, etc., que critican a la modernidad en aquello que le faltó llevar a cabo como proyecto moderno de los filósofos del Iluminismo. En una palabra, su crítica a la modernidad radica en que no acabó su proyecto.
La segunda, es la de aquellos representantes del pensamiento débil, los Lyotard, Scarpetta, Vattimo, Lipovetsky, etc., que defienden un postmodernismo inscrito en la modernidad. Es decir que son los autores que en su crítica a la modernidad proponen una desesperanzada resignación. Pero sin abandonar su confianza en la razón entendida al modo moderno.
Finalmente, la tercera actitud es la de aquellos pensadores como R. Steuckers, G. Fernández de la Mora, M. Tarchi, P. Ricoeur, G. Locchi y otros que, someten a crítica la modernidad con un rechazo de la misma. No sucede en este caso como en el denominado pensiero debole, que es un hijo desencantado de la modernidad, sino que aquí la oposición es frontal y además ofrece propuestas de superación.
2.- La condición postmoderna
El término posmodernidad puede ser identificado, como lo hace Habermas, con las coordenadas de la corriente francesa contemporánea de Bataille a Derrida, pasando por Foucault, con particular atención al movimiento de la deconstrucción de indudable actualidad y notoria resonancia en la intelectualidad local.
La era moderna nació con el establecimiento de la subjetividad [2] como principio constructivo de la totalidad. No obstante, la subjetividad es un efecto de los discursos o textos en los que estamos situados [3]. Al hacerse cargo de lo anterior, se puede entender porqué el mundo postmoderno se caracteriza por una multiplicidad de juegos de lenguaje que compiten entre sí, pero tal que ninguno puede reclamar la legitimidad definitiva de su forma de mostrar el mundo.
Con la deslegitimación de la racionalidad totalizadora procede lo que ha venido en llamarse el fin de la historia. La posmodernidad revela que la razón ha sido sólo una narrativa entre otras en la historia; una gran narrativa, sin duda, pero una de tantas. Estamos en presencia de la muerte de los metarrelatos, en la que la razón y su sujeto —como detentador de la unidad y la totalidad— vuelan en pedazos. Si se mira con más detenimiento, se trata de un movimiento de deconstrucción del cogito y de las utopías de unidad. Aquí debe subrayarse el irreductible carácter local de todo discurso, acuerdo y legitimación. Esto nos instala al margen del discurso de la tradición literaria (estética) occidental. Tal vez de ahí provenga la vitalidad de los engendros del discurso periférico.
Debo insistir en el carácter local de todo discurso, acuerdo y legitimación. Aquí se podría hablar de un concepto de razón pluralista, lo que remite a la autonomía de los múltiples e intraducibles juegos de lenguaje del segundo Wittgenstein, enredados entre sí, no reductibles unos a otros; por formularlo como regla: «juega... y déjanos jugar en paz».
El problema hoy no viene presentado por un exceso de proyectos de unificación, sino por la desintegración de legalidades autónomas que, como sustitutivos de la totalidad, exigen para sí el monopolio de un ámbito teórico o práctico específico.
La destotalización del mundo moderno exige eliminar la nostalgia del todo y la unidad. Como características de lo que Foucault ha denominado la episteme [4] posmoderna podrían mencionarse las siguientes: deconstrucción, descentración, diseminación, discontinuidad, dispersión. Estos términos expresan el rechazo del cogito que se había convertido en algo propio y característico de la filosofía occidental, con lo cual surge una «obsesión epistemológica» por los fragmentos.
La ruptura con la razón totalizadora supone el abandono de los grands récits, es decir, de las grandes narraciones, del discurso con pretensiones de universalidad y el retorno de las petites histoires. Tras el fin de los grandes proyectos aparece una diversidad de pequeños proyectos que alientan modestas pretensiones. Aquí me permito insistir en el irreductible pluralismo de los juegos de lenguaje, acentuando el carácter local de todo discurso, y la imposibilidad de un comienzo absoluto en la historia de la razón. Ya no existe un lenguaje general, sino multiplicidad de discursos. Y ha perdido credibilidad la idea de un discurso, consenso, historia o progreso en singular: en su lugar aparece una pluralidad de ámbitos de discurso y narraciones.
Deseo llamar aquí la atención sobre este cambio en el ámbito de la producción y disponibilidad del saber. El análisis del saber en las sociedades informatizadas —dominadas por la lógica de las bases de datos— nos lleva a decir adiós al «proyecto de la modernidad», que consistía en aferrarse a las conquistas de la Ilustración (unidad de la razón, emancipación de los seres humanos, etc.). La modernidad, caracterizada por la pretensión de validez universal del discurso racional y científico, está enredada en un discurso de legitimación cuyas aspiraciones no puede satisfacer.
Además de señalar que la desmitologización de los grandes relatos es lo característico de la posmodernidad, es necesario aclarar que estos metarrelatos no son propiamente mitos, en el sentido de fábulas. Ciertamente tienen por fin legitimar las instituciones y prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas. Pero, a diferencia de los mitos, no buscan esta legitimación en un acto fundador original, sino en un futuro por conseguir, en una idea por realizar. De ahí que la modernidad sea un proyecto.
El postmodernismo aparece, pues, como resultado de un gran movimiento de des-legitimación llevado a cabo por la modernidad europea, del cual la filosofía de Nietzsche sería un documento temprano y fundamental.
La posmodernidad puede ser así entendida como una crítica de la razón ilustrada tenida lugar a manos del cinismo contemporáneo. Baste pensar en Sloterdijk y su Crítica de la razón cínica [5], donde se reconoce como uno de los rasgos reveladores de la Posmodernidad la nostalgia por los momentos de gran densidad crítica, aquellos en que los principios lógicos se difuminan, la razón se emancipa y lo apócrifo se hermana con lo oficial, como acontece según Sloterdijk con el nihilismo desde Nietzsche, y aun desde los griegos de la Escuela Cínica.
La ruptura con la razón totalizadora aparece, por un lado como abandono de los grandes relatos —emancipación de la humanidad—, y del fundamentalismo de las legitimaciones definitivas y como crítica de la «totalizadora» ideología sustitutiva que sería la Teoría de Sistemas.
La posmodernidad ha impulsado —al amparo de esta crítica— «un nuevo eclecticismo en la arquitectura, un nuevo realismo y subjetivismo en la pintura y la literatura, y un nuevo tradicionalismo en la música» [6]. La repercusión de este cambio cultural en la filosofía ha conducido a una manera de pensar que se define a sí misma, según he anticipado, como fragmentaria y pluralista, que se ampara en la destrucción de la unidad del lenguaje operada a través de la filosofía de Nietzsche y Wittgenstein.
Lo específicamente postmoderno son los nuevos contextualismos o eclecticismos. La concepción dominante de la posmodernidad acentúa los procesos de desintegración. Subyace igualmente un rechazo del racionalismo de la modernidad a favor de un juego de signos y fragmentos, de una síntesis de lo dispar, de dobles codificaciones; la sensibilidad característica de la Ilustración se transforma en el cinismo contemporáneo: pluralidad, multiplicidad y contradicción, duplicidad de sentidos y tensión en lugar de franqueza directa, «así y también asá» en lugar del univoco «o lo uno o lo otro», elementos con doble funcionalidad, cruces en lugar de unicidad clara [7]. Así, con la posmodernidad se dice adiós a la idea de un progreso unilineal, surgiendo una nueva consideración de la simultaneidad, se hace evidente también la imposibilidad de sintetizar formas de vida diferentes, correspondientes a diversos patrones de racionalidad.
La posmodernidad, como proceso de descubrimiento, supone un giro de la conciencia, la cual debe adoptar otro modo de ver, de sentir, de constituirse, ya no de ser, sino de sentir, de hacer. Descubrir la dimensión de la pluralidad supone descubrir también la propia inmersión en lo múltiple.
3.- El momento posmoderno
El momento postmoderno es un momento antinómico, en el que se expresa una voluntad de desmantelamiento, una obsesión epistemológica con los fragmentos o las fracturas, y el correspondiente compromiso ideológico con las minorías políticas, sexuales o lingüísticas.
Es necesario, a este respecto, tener presente que en la expresión «momento postmoderno» la palabra momento ha de tomarse literalmente [8]; y, por decirlo paradójicamente, como categoría fundamental de una conciencia de época, claramente posthistórica.
La complejidad del momento postmoderno no es sólo una cuestión de perspectiva histórica —o más bien de falta de ella—, sino que viene dada por el propio movimiento de repliegue sobre sí mismo característico de la posmodernidad (frente a los desarrollos lineales de la periodización moderna o clásica) lo que la dota de un espacio histórico informe y desestructurado donde han caído los ejes de coordenadas, a partir de los cuales se establecía el sentido y el discurso de la escena histórico-cultural de una época.
La caída de los discursos de legitimación que vertebraban los diferentes meta-relatos de carácter local y dependiente, ha producido —como se ha señalado— una nivelación en las jerarquías de los niveles de significación y la adopción de prácticas inclusivistas e integradoras de discursos adyacentes, paralelos e incluso antagónicos.
La posmodernidad es aquel momento en que las dicotomías se difuminan y lo apócrifo se asimila con lo oficial.
Desde un determinado punto de vista, la «revolución de la posmodernidad» aparece como un gigantesco proceso de pérdida de sentido que ha llevado a la destrucción de todas las historias, referencias y finalidades. En el momento postmoderno el futuro ya ha llegado, todo ha llegado ya, todo está ya ahí. No tenemos que esperar ni la realización de una utopía ni un final apocalíptico. La fuerza explosiva ya ha irrumpido en las cosas. Ya no hay nada que esperar. Lo peor, el soñado Final sobre el que se construía toda utopía, el esfuerzo metafísico de la historia, el punto final, está ya entre nosotros. Según esto, la posmodernidad sería una realidad histórica–posthistórica ya cumplida, y la muerte de la modernidad ya habría hecho su aparición.
En este sentido, el artista postmoderno se encuentra en la misma situación de un filósofo: el texto que escribe, la obra que compone, no se rigen en lo fundamental por reglas ya establecidas, no pueden ser juzgadas según un canon valorativo, esto es, según categorías ya conocidas. Antes bien, son tales reglas y categorías lo que el texto o la obra buscan. De modo que artista y escritor trabajan sin reglas, trabajan para establecer las reglas de lo que habrá llegado a ser. La negación progresiva de la representación se vuelve aquí sinónimo de la negación de las reglas establecidas por las anteriores obras de arte, que cada nueva obra ha de llevar a cabo de nuevo.
Todo esto ya se encuentra prefigurado en las vanguardias históricas, o al menos en algunas de ellas.
Estas vanguardias —que pueden ser denominadas constructivas— proceden, principalmente, de la tradición nietzscheana. Sus raíces decimonónicas conectan con las formas más libertinas del postimpresionismo, un Toulouse-Lautrec, por ejemplo, y los pre-expresionistas, Munch, Ensor, así como el Modernismo. Ya en las vanguardias del siglo XX, los movimientos que se adscriben a esta línea son el Fauvismo, el Expresionismo y el Dadaísmo. Frente a la constitución de un corpus lingüístico, los deconstructivismos opondrán el impulso a la metáfora, que introduce nuevas extrapolaciones semánticas en la rígida estructura del lenguaje, y no sólo en el ámbito artístico, que será el primero.
4.- Posmodernidad estética; discurso y producción
Ahora bien, el postmodernismo como ideología puede ser entendido como un síntoma de los cambios estructurales más profundos que tienen lugar en nuestra sociedad y su cultura como un todo o, dicho de otra manera, en el modo de producción.
Esta constatación del modo diferente de construcción de la realidad va seguida de la distinción entre una estetización «superficial» y una profunda: la primera refiere a fenómenos globales como el embellecimiento de la realidad, lo cosmético y el hedonismo como nueva matriz de la cultura y la estetización como estrategia económica; el segundo incluiría las transformaciones en el proceso productivo conducidas por la nuevas tecnologías y la constitución de la realidad por los medios de comunicación. Dentro de este escenario global es que analizaré lo que a mi juicio ha estado gestándose en los últimos doscientos años, me refiero a la «estetización epistemológica» o como he querido llamarlo [9] el giro estético de la epistemología. Éste se inicia con el establecimiento de la estética como disciplina epistemológica basal, que pasa por la configuración nietzscheana del carácter estético-ficcional del conocimiento y termina en el siglo XX con la estetización epistemológica que puede rastrearse en la teoría de la ciencia, la hermenéutica, la nueva filosofía analítica y la historia de la ciencia.
Es necesario, sin embargo, comenzar por explicar este particular modo de hacer referencia a la realidad: el productivo.
La ‘ficción’, como he señalado, no se refiere a la realidad de un modo «reproductivo» [10], sino más bien de un modo productivo, es decir, la establece. Sin embargo, no se trata meramente de la construcción de objetos, sino de algo más radical, de la construcción de hechos que tiene lugar en el «discurso público», para dar cuenta de ello es necesario referirse al concepto de ideología.
Debo precisar que mi énfasis en el discurso está dado por la importancia que luego asignaré a la retórica, instrumento por el cual se articula la generación de discursos institucionales que, a su vez, dan lugar a la construcción de hechos e incluso de individuos. Centrarse en el discurso significa que el interés gira en torno al habla y a los textos como parte de prácticas sociales —como formas de vida— donde me permitiré incluir no sólo las prácticas consideradas «trascendentes» como, por ejemplo, el habitar, sino también las aparentemente frívolas y que, sin embargo, son capitales a la hora de comprender la sociedad postmoderna, entendida ésta, en palabras de Debord [11], como una Sociedad del Espectáculo [12], o como la llamará Lipovetsky [13] un Imperio de lo Efímero [14]. Teniendo, pues, en perspectiva las relaciones entre estética y política, también se abordaran fenómenos como el cine, la moda, el diseño y la arquitectura, entendidos éstos como sistemas productores de signos, adheridos a determinadas «lógicas narrativas», las que de acuerdo a su modo de constitución influyen de manera decisiva en el modo de ser, en el ethos postmoderno, el cual puede ser entendido desde dentro de su proceso de gestación sólo a partir de las claves hermenéuticas que nos proporciona el paradigma estético.
La situación del arte contemporáneo no puede ser explicada sólo bajo una óptica ideológica, sino también —y de modo más fundamental— como un entramado de sucesos histórico-culturales.
Es en este sentido que el Arte ya no puede ser entendido como un fenómeno específico, sino como algo que recorre de modo transversal los fenómenos más cotidianos de nuestra vida. Las obras de arte no son, pues, objetos específicos —aislados del mundo y de su acontecer—, sino más bien organizaciones imaginarias del mundo, las que para ser activadas requieren ser puestas en contacto con un modo de vida, con un fenómeno concerniente al ser humano, de modo tal que, como se hace evidente en la posmodernidad, arte y vida se codeterminan y se copertenecen.
NOTAS:
[1] LYOTARD, Jean-François., La Condition Postmoderne. Paris: Minuit, 1979
[2] HABERMAS, Jürgen, El pensamiento postmetafisico, Editorial Taurus, Madrid, 1990, p. 85.
[3] El dominio del sujeto se ve subvertido por el hecho de que siempre nos encontramos situados de antemano en lenguajes que no hemos inventado (donde la Razón es equiparada a una subjetividad dominante, a una voluntad de poder) y que necesitamos para poder hablar de nosotros mismos y del mundo.
[4] «La épistémè no es una teoría general de toda ciencia posible o de todo enunciado científico posible, sino la normatividad interna de las diferentes actividades científicas tal como han sido practicadas y de lo que las ha hecho históricamente posibles». Cf. FOUCAULT, Michel, La vie: L’expèrience et la science, en Revue de Métaphysique et de Morale, 1 enero-marzo de 1985, R. 10.
«En una cultura en un momento dado, nunca hay más que una sola épistémè, que define las condiciones de posibilidad de todo saber. Sea el que se manifiesta en una teoría o aquel que está silenciosamente envuelto en una práctica». FOUCAULT, Michel, Las palabras y las cosas, Ed. Gallimard, París, 1966, p. 179.
[5] SLOTERDIJK Peter, Critica de la razón cínica I y II, Ed. Siruela, 2004.
[6] INNERARITY, Daniel, Dialéctica de la Modernidad, Ediciones Rialp, Madrid, 1990, p. 114.
[7] «Ni sí ni no, sino todo lo contrario. El último reducto posible para la filosofía». En Discurso de Guadalajara, en Nicanor Parra tiene la palabra, Compilación de Jaime Quezada, Editorial Alfaguara, Santiago, 1999.
[8] Augenblick puede traducirse como ‘parpadeo’, ‘abrir y cerrar de ojos’.
[9] VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, La ficción como conocimiento, subjetividad y texto; de Duchamp a Feyerabend, En PSIKEBA Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales, Nº 1- 2006.
(http://www.psikeba.com.ar/articulos/AVRduchamp.htm)
[10] RICOEUR, Paul, Historia y narratividad, Editorial Paidós, Barcelona, 1999, p. 138.
[11] Escritor, pensador estratégico y cineasta francés nacido en París. En 1958 fundó la organización revolucionaria Internacional Situacionista y la revista del mismo nombre y carácter, que dirigió hasta su autodisolución en 1972. Entre sus libros destaca sin duda La sociedad del espectáculo (1967), 221 tesis dirigidas frontalmente contra el reinado autocrítico de la demencia económica y las nuevas técnicas de gobierno que lo refuerzan de varias formas (urbanismo, ideología, cultura, etc.). En este texto autobiográfico se impone la visión lúcida de un autor que se enfrenta a la voluntad imperialista de los criterios comerciales, dispuestos a invadir cualquier reducto de la intimidad o la inteligencia. Sus memorias escritas en 1989 con el nombre de Panegírico, son un autorretrato a la deriva y sin concesiones a lo que el buen tono de nuestra época admite como válido. Debord se quitó la vida en 1994, cuando estaba a punto de cumplir 63 años, disparándose un tiro en el corazón.
[12] DEBORD, Guy, La sociedad del espectáculo, Editorial Pre-textos, Valencia 1999.
[13] Filósofo francés, nacido en París (1944- ). Profesor en Grenoble, en 1983 desató la polémica con su obra La era del vacío. Ensayo sobre el individualismo contemporáneo, donde afirmaba la necesidad de estudiar con más detenimiento la cultura de masas y sus efímeros movimientos. En El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas (1987) insiste en ese despegue de la tradición filosófica para atender al relativismo que subyace en el individualismo contemporáneo.
[14] LIPOVETSKY, Gilles, El imperio de lo efímero, Editorial Anagrama, Madrid, 1990.
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